jueves, 22 de agosto de 2024

La chica que vino del este (6)


ANA Y ULRICA

Sórdido, solo me viene a la cabeza esta palabra. La ciudad, sus gentes, mi barrio y este clima plomizo que lo abate todo, como una invasión silenciosa y despiadada de la que nada ni nadie sale indemne.

—A Ulrica la conozco desde hace un año —me cuenta mi vecina Ana, una de las pocas personas con las que he trabado cierta complicidad desde que me he instalado aquí. —Es de Macedonia...
—¿Es griega, entonces? —la interrumpo.
—No, no, de la República del Norte de Macedonia. Menuda trifulca tienen con los griegos por el nombre de marras. Si supieran que para nosotros es un postre -se ríe y bebe un sorbo de café. —Ya ves, así somos los humanos, capaces de montar casi una guerra por un simple nombre. En fin, como te decía la familia de Ulrica lo pasó muy mal: primero por la guerra de los Balcanes y después por el conflicto del Kosovo. Ella se marchó porque no veía ningún futuro y bueno... aquí va haciendo cositas... pero nada seguro. —Baja la vista y nos quedamos en silencio.

Al día siguiente, cuando volvía de trabajar, me topé con alguien que se había sentado en la escalera, delante del rellano de mi apartamento. Primero pensé que era un chico por su vestimenta, por su gorra calada, y por el pelo, rapado a lo militar. Apenas alzó la vista y le pude ver la cara, me di cuenta enseguida de que se trataba de la chica macedonia. La saludé con un escueto hola y ella musitó lo mismo. No sé si me perturbó más su mirada azul, afilada como un puñal, o el gesto de encogerse y restregarse el brazo con la otra mano, como lo había visto hacer tantas veces a mi hermano, colocado hasta las cejas, cuando bajaba a buscarlo por los soportales del puerto.
Cerré la puerta del apartamento sin volverme, con el corazón encogido.

—Ni loca le dejo las llaves del apartamento —me dice Ana, —es capaz de invitar a sus amistades sin que esté yo. Ulri es legal pero las otras... Algunas son macedonias, como ella, aunque sospecho que en realidad se trata de albanesas, pero me lo oculta. Cree que tengo prejuicios, y no es verdad, te lo aseguro; solo que no me gustan los trapicheos de esta gente...

Hoy hemos salido de copas y Ulrica nos ha acompañado. Los bares son sórdidos, como no podía ser de otra manera en esta ciudad. Ana nota mi desánimo y me toma del brazo cariñosamente. Ulrica nos observa con curiosidad. La dureza de la expresión que recordaba del primer día se ha esfumado, y aunque su afabilidad y atención no parecen impostadas, su forma de mirar sigue incomodándome.

—No sé si pedir el traslado a esta ciudad fue un error —le confieso a Ana, —pero estaba tan jodida por lo de mi ex que no dudé en poner tierra por medio.

—No te preocupes, Ulri y yo te cuidaremos y no dejaremos que puedan contigo —me contesta antes de besarme en la mejilla. —No te muevas, voy a por las copas.
Ulrica se aproxima entonces. No creo que haya escuchado nuestra conversación pero estoy segura de que Ana la tiene al corriente.

—El otro día, en la escalera, no te asusté ¿verdad? —me pregunta con un fuerte acento.
—En absoluto.
—Yo no suelo estar así, como me viste. Aquel día era un mal día para mí...
—No te preocupes, todas podemos tener algún día malo —le digo para zanjar el asunto.

Nos quedamos un momento en silencio. Entonces se acerca a mi oído para decirme:

—Me alegro de que Ana y tú seáis amigas. A ella le cuesta. Todo lo contrario que yo. Hago amistades con demasiada facilidad.

Le aclararía que Ana no debe considerarme todavía una amiga porque jamás me ha contado nada de su relación íntima. Solo se refiere a ella como una amiga un poco descarriada y necesitada de su ayuda. Supongo que la diferencia de edad o la vida que lleva Ulrica deben pesar demasiado.


Los días se suceden con la monotonía de siempre. Trabajo hasta tarde para no tener que llegar pronto a casa. La noche es un bálsamo; camufla el perenne cielo encapotado, disimula la fealdad de esta ciudad, emborrona los rostros de abulia de sus habitantes. Aunque hay otra razón para alargar mi jornada: no tener que toparme de nuevo con Ulrica a solas, me siento vulnerable si no está Ana.


Últimamente quedo poco con Ana. Somos vecinas, así que tenemos oportunidad de encontrarnos a menudo, y, sin embargo, nuestras salidas se han espaciado y las conversaciones se han vuelto más banales. No creo que se haya dado cuenta del desasosiego que me produce Ulrica. Cuando coincidimos las tres mi trato es normal, con el preciso punto de displicencia que, sin ser desdeñoso, me resguarda de ella.


Se oyen risas y voces en el rellano de la escalera. Son las dos de la mañana. Suena el timbre de mi apartamento. Cuando abro la puerta Ana aparece sonriente y bastante borracha.

—Anda ponte algo y ven a mi casa que celebramos el cumpleaños de Ulri —me dice blandiendo una botella de vodka.

Se queda apoyada en el quicio de la puerta sin ninguna intención de moverse si no la acompaño. No me queda más remedio que vestirme a toda prisa, con lo primero que pillo. Se tambalea de forma lastimosa. Le paso el brazo por la espalda para evitar que se desplome y la llevo a su apartamento. Allí está Ulrica y tres amigas más. Dos de las chicas deben ser algunas de las albanesas de las que Ana me ha hablado.
Cuando nos ven aparecer solo Ulrica se acerca para ayudarme. La llevamos directamente al dormitorio. Ella se resiste porque quiere poner música.

—Quiero bailar contigo —dice dirigiéndose a mí. Apenas puede vocalizar. Las otras se ríen de su torpeza.
—Claro, busco una canción y vengo a por ti —le respondo mientras la acomodo en la cama.

La chica que no es extranjera le dice a Ulrica.
—Ni un tío bebe como vosotras. ¡Joder con las albanesas! ¿qué os dan de pequeñas, vodka o leche para mamar?

Ulrica la fulmina con la mirada, se acerca a la puerta y la cierra de un portazo.

Nos quedamos las tres solas en el dormitorio. Ulrica se arrodilla cerca de la cama, toma la mano de Ana y empieza a hablarle cerca de su mejilla mezclando palabras de su idioma con otras que entiendo demasiado bien. Salgo del dormitorio para irme directamente a mi apartamento.

Cuando estoy a punto de entrar, aparece Ulrica tras de mí.
—Gracias por ayudarme con Ana. No debimos haberte molestado. Ha sido un error. Ahora mismo echaré a esas pesadas de su casa...

–No ha sido nada –le respondo ásperamente.

–Ana te quiere –me dice de pronto.

El corazón me da un vuelco, por un momento pienso que habla de ella y no de Ana. Pero está hablando de Ana, la misma Ana a quien se ha dirigido en el dormitorio, la misma Ana con la que intima. Cierro los ojos sin saber qué decir. Entonces se acerca y toma mis manos. Su expresión, afectuosa, contrasta con la determinación con que me sujeta las manos, como si quisiera asegurarse de que lo he entendido, de que no estoy excluida.
Estoy a punto de echarme a llorar. Una extraña, retraída y acogotada, aparece en sus vidas, y su forma de acogerla, de ofrecerle su hospitalidad no es otra que quererla.

–Yo también la quiero –le contesto.

La lluvia arrecia fuera y aún así, por primera vez, empiezo a sentirme reconfortada en esta ciudad.

–¿Verdad que no le dirás que soy albanesa? –me dice Ulrica.
–Ana ya lo sabe –le respondo.
–¿Desde cuándo?
–Yo creo que desde siempre.


* * * * * *

ULRICA

Ulrica me acaba de llamar por teléfono. Me ha pedido si podía pasar por casa y que no le contara a Ana de esta visita inesperada. Estoy preocupada; es la una de la madrugada y su tono no presagia nada bueno. No he podido sonsacarle nada más porque algo le impedía seguir hablando.

Media hora más tarde está llamando a la puerta de casa. Cuando la veo se me cae el alma a los pies: sangra por la nariz, tiene la manga de la cazadora empapada de sangre y su aspecto es desastroso. La ayudo a despojarse de la cazadora. Lo que creía que era una mancha causada por la hemorragia de la nariz no es otra cosa que la sangre que brota de un corte que le cruza todo el antebrazo.

—Ulrica, hay que ir al hospital. Esto no tiene buena pinta.

—No, no. No quiero ir al hospital.

Como sé que no la convenceré y tampoco es el momento de discutir, vamos al baño e intento, con todo lo que tengo a mano, curar ese tajo. Después de un rato, que a mí me parece una eternidad, consigo parar la hemorragia. Entre tanto, ella se ha aplicado en atajar el sangrado de la nariz.
Hemos estado tan concentradas en lo nuestro que apenas si hemos cruzado unas palabras. La ayudo a lavarse, le preparo una muda, y después salgo del apartamento a limpiar el reguero de sangre que ha dejado en el ascensor y en la portería del edificio.

Cuando me ve entrar con el cubo y el paño empieza a pedirme perdón, a disculparse de forma aturullada; está tan avergonzada que le cuesta hilar las palabras. Me siento a su lado y logro calmarla. Me explica entonces que ha tenido una discusión con uno tipo y que todo se ha descontrolado. Al final, ha recurrido a mí porque no quería tener problemas con sus compañeras de piso si llegaban a verla en tan lamentable estado. Tampoco quería llamar a Ana porque anteriormente ya la había sacado de algún apuro.

Le pregunto directamente si lo de esta noche tiene que ver con el trapicheo con drogas. Me asegura que no; que está limpia, que no se dedica a trapichear, aunque me reconoce que antes había consumido con asiduidad. Al escucharlo me pongo en cuclillas frente a ella para poder mirarla directamente.

—Ulrica, si vuelves a esa mierda no voy a querer saber nada más de ti. ¿Me has entendido? Ya tengo bastante con el yonqui de mi hermano.

Baja la vista y asiente con la cabeza.

—Y como Ana y tú estáis tan unidas, no dudaré también en cortar con ella.

Ulrica levanta la vista alarmada y me dice con la voz entrecortada:

—Te juro que estoy limpia. No voy a volver a eso, de verdad. No soy una santa, pero lo de las drogas se acabó hace tiempo.


Estoy en la cocina tomándome una copa de vino; he pensado que el alcohol me ayudaría a coger el sueño. Hace ya bastante rato que Ulrica se ha acostado en el dormitorio de invitados: espero que ella sí haya podido pegar ojo.

Por culpa de mi hermano me he visto metida en situaciones mucho más truculentas que la de esta noche. ¿A qué viene entonces tener este nudo en el estómago que me tiene en vilo? Por supuesto que es una pregunta retórica: sé de sobra la respuesta. Miro con resignación adonde duerme Ulrica. No alcanzo a entender por qué estoy tan pillada por esta chica tan desastrada. Todo sería más facil si fuera… si no fuera ella.

Apuro la copa y me vuelvo a la cama.


* * * * * *


LAS CARTAS BOCA ARRIBA


–Deberíamos haber evitado que Ulri escogiera la película. La próxima vez tú y yo nos ponemos de acuerdo antes de ir al cine –me dice Ana entre implorando y ordenando.

–No ha sido tan mala –se defiende Ulrica.

–Un auténtico bodrio, no había por dónde cogerla –le contesto riéndome.

Estamos en el apartamento de Ana. Ulrica está preparando gin tonics. Ana toma el suyo y se acomoda en el sofá. Yo me acerco al tocadiscos; tiene una colección de vinilos fantástica y siempre que puedo aprovecho para pinchar alguna rareza que voy descubriendo. Ulrica se acerca para darme mi copa.
–¿Pero le has puesto algo de tónica? –le digo después de sorberlo.

–Sois una blandas –me contesta burlándose.

Le pregunto a Ana, mientras le muestro un elepé de una cantante olvidada de jazz, cómo lo ha conseguido. Me mira sin contestar, como si no estuviera escuchándome. Su copa ya está vacía y se aferra extrañamente a la cazadora que ha dejado tirada en el sofá tan pronto ha entrado en casa.
Coloco el disco en el tocadiscos  para que suene la primera canción. Me tomo un trago del gin tonic que me ha servido Ulrica y lo devuelvo a la estantería. Ana se ha levantado y viene hacia mí por detrás, e inesperadamente, se pega a mi espalda, bromeando. Pero cuando pasa su brazo por delante y me rodea las costillas de forma delicada pero firme, comprendo que es otra cosa. Su respiración se vuelve profunda y desacompasada, y la mía empieza a mimetizarla cuando me aparta el pelo de la nuca para besarme el cuello. Su gesto no es ni apremiante ni brusco. Estoy tan desconcertada que no soy capaz de decir o hacer nada. Ulrica nos mira sorprendida, incrédula. Deja su copa en la mesa y viene hacia nosotras. La tengo delante de mí, tan cerca, que debería cerrar los ojos y dejarme llevar, pero su mirada azul hipnótica me lo impide...


La persiana del dormitorio está bajada pero deja pasar la suficiente luz para percatarme de que Ulrica ya no está a mi lado, de que se ha levantado. Ana sigue en la cama, de espaldas, durmiendo. La sábana la cubre de cintura para abajo. Sus brazos enroscan media almohada, la cabeza reposa sobre la otra mitad.

Cierro los ojos. Necesito pensar en lo que ha ocurrido esta noche, y la oscuridad, aunque sea impostada, me ayuda. Me vienen a la cabeza flashes, y no me refiero a imágenes, sino a sensaciones muy vívidas: la vehemencia de Ana hacia mí, yo entregada a Ulrica, una rara sensación de que ella, en cambio, está siendo cicatera conmigo... mi cuerpo contrayéndose... La punzada en el pecho al advertir la avidez de Ulrica besando a Ana...

Ana se gira despaciosamente, como si mis pensamientos la hubiesen despertado. Se desliza desde el extremo de la cama hasta alcanzarme.

–Mi amor –susurra.

Me besa de forma casi subrepticia y se levanta de la cama.


* * * * * *


EL JUEGO DE MALABARES


Ana continúa hablando con una pareja en el reservado del club donde hemos ido a parar esta noche. Hoy hemos salido con su grupo de amigas de sábados de baile y alcohol. Son bastante majas y, a veces, hasta nos divertimos. Ana parece más risueña y abierta últimamente; incluso ha incorporado a Ulrica más a menudo en estas salidas.

Una de las chicas me está contando no sé qué de su ex, pero entre la música y los gin tonics que he tomado no soy capaz de seguir el hilo; menos mal que Ulrica viene al rescate y me saca a bailar.

Hay tanta gente en la pista que Ulrica y yo nos movemos en un palmo, la una frente a la otra. La música, las luces, el alcohol... tener a Ulrica tan cerca y desearla, me llevan en volandas. De pronto, dejo de bailar, tomo su cara entre mis manos y la beso. A pesar de la vorágine que me envuelve percibo que mi urgencia no es la suya. Me da igual. Ahora solo pienso en salir de aquí con ella, en tenerla esta noche solamente para mí y en que solo esté por mí.

–Llévame a cualquier parte –le susurro al oído, casi suplicando.

–No.

–¿Quieres que le pida permiso? –le pregunto, señalando adonde Ana sigue de cháchara con sus amigas.

–Por favor, no lo estropees –lo dice mientras se pega a mí, sujetando mis manos con firmeza, como si se tomase en serio que lo voy a hacer.

–Sé que Ana y tú os acostáis sin mí. ¿Por qué tú y yo…?

–Ana y yo nos conocemos desde hace más tiempo –me interrumpe al momento.

–Vaya, no sabía que había premios por antigüedad en este tipo de... lo que sea que tengamos.
 
Pego mi mejilla a la suya para hablarle al oído, y en un tono más pausado, aunque con más resquemor si cabe, le digo:

–¿Sabes qué es lo más gracioso? Que si le pidiera a Ana pasar la noche solo conmigo, no dudaría ni un segundo.

Me suelta las manos contrariada y vuelve a la barra.

Al momento me arrepiento de habérselo dicho; acabo de largarle una amarga certeza que Ulrica conoce de sobra.

Me acerco a Ana para decirle que me voy a casa.

–¿Todo bien? –me pregunta. No creo que nos haya visto discutiendo, pero Ana es muy perspicaz y enseguida se da cuenta si algo va mal.
–Me voy a casa, quiero dar un paseo y despejarme un poco. Hablamos mañana.

–Está lloviendo a cántaros –me dice extrañada.

–Llevo paraguas y ya me he acostumbrado a esta mierda de tiempo.

Mi respuesta la desconcierta pero enseguida sonríe y nos despedimos.


* * * * * *


UNA VISITA INESPERADA


Ana me ha llamado para ir a almorzar al italiano de la esquina, así que cuando ha sonado el timbre, he abierto la puerta pensando que era ella.

–Hola –me dice sin más.

–¿Qué haces tú aquí?

Mi cara debe ser un poema; cómo iba a ser sino cuando te das de bruces inopinadamente con tu ex.

–¿Cómo has dado conmigo?

–Bueno, me tienes bloqueada, así que recurrí a tu hermano.

–Será bocazas...–digo entre dientes.

–Lo he encontrado bien, al contrario de la última vez, cuando estábamos juntas. Está con ganas, motivado...
–Ya, bueno, –la corto enseguida. –Le va a temporadas. Ya sabes lo complicado que es salir de eso.

No soporto su condescendencia cuando habla de mi hermano. No es que nunca me apoyara en sus recaídas y que se desentendiera del todo; hasta puedo entenderlo porque era un problema de mi familia, es que tuvo la desfachatez de incluirlo en su lista de motivos de nuestra ruptura.

Entra en casa y nos quedamos en un silencio expectante, aguardando a que la otra empiece a hablar. Siempre pensé que si nos volvíamos a ver no tardaría ni un segundo en vomitar toda la bilis que llevo acumulada desde nuestra dolorosa separación, y, ahora que la tengo delante, ni me salen las palabras.

–Estoy aquí por trabajo. Voy a quedarme una semana; bueno, cinco días en realidad, y quería pasarme para ver cómo estabas.

Tomo aire y, ahora sí, empiezo a sentir las ganas de sacarlo todo; de echarle en cara su engaño, su enorme cinismo, su comportamiento taimado e interesado, su… y aparece Ana. Como he dejado la puerta entreabierta Ana ha entrado sin llamar. Se sorprende al vernos. Le presento a Beth. Enseguida comprende que se trata de mi ex. Me mira preocupada por cómo lo llevo, pero mi expresión, extrañamente, sigue impertérrita. Ana se presenta como mi vecina, y al segundo de decirlo, le paso el brazo por la cintura para traerla hacia mí.

–Vecina y pareja –aclaro.

Ana se tensa, me sonríe pero se separa al momento, incómoda.

–Seguro que tenéis de qué hablar. Te llamo luego –dice, despidiéndose.

Antes de cerrar la puerta me lanza una fría mirada.

Sé muy bien lo que Ana siente por mí y creí que no le importaría si la presentaba como mi pareja, que incluso le gustaría. Pero me ha dejado claro que no le ha hecho ni pizca de gracia mi burda maniobra de utilizarla para intentar fastidiar a mi ex.

–Mira Beth, si te he bloqueado es por algo. No quiero saber nada de ti.

–Tu hermano me dijo que estabas muy jodida y solo quería asegurarme...

–¡Ya vale! –la interrumpo. –Mi hermano no sabe de lo que habla. Estoy muy bien y además no creo que, ni remotamente, tú y yo podamos tener algo parecido a una amistad.



He quedado después con Ana y Ulrica en una cafetería del centro a la que solemos ir. Cuando me ven aparecer, las dos me miran intrigadas por cómo ha acabado mi inesperado encuentro con mi ex. No detecto en Ana ningún signo de enojo por lo de antes. Creo que la expectación le puede más.

Les explico que luego de irse Ana no nos hemos alargado mucho, ni he visto el momento de echarle la caballería encima. 
Les había repetido tantas veces que si la volvía a ver sería lo primero que haría que ahora me miran extrañadas. Quizá su inesperada aparición y el presentimiento de que nos volveríamos a encontrar me han hecho reaccionar así.

–¿Te ha dicho por qué ha venido?¿Entonces, la vas a volver a ver? –Me pregunta Ana, con una sombra de preocupación.

–Según ella está aquí por trabajo y solo quería saber de mí ya que creía, por boca de mi hermano, que yo no estaba bien. Pero si os digo la verdad, no me lo acabo de creer. Beth no da puntada sin hilo y me extraña tanta preocupación ahora. Creo que debe tener problemas con su novia intelectual. Siempre he creído que Beth no encajaría ni en su círculo de amistades y conocidos ni en el de su familia.

–¿Has mirado en las redes sociales si ya no están juntas? –me pregunta Ulrica.

–Beth se guarda muy mucho de exponerse; solo aparece en las webs profesionales y en las de su trabajo.

Saco el móvil y le muestro a Ulrica algún evento de su empresa donde aparece ella. Ana se acerca también para verlo.

–Estas fotos no le hacen justicia; en persona mejora mucho
dice Ana, mirándome con una mezcla de extrañeza e intriga.

Seguro que está pensando cómo es que estoy tan prendada de alguien como Ulrica, tan diametralmente opuesta a Beth. Lo mismo le podría preguntar yo a ella, de mí y de Ulrica; porque más antagónicas no podemos ser. Quizá Ana tenga debilidad por las almas lastimadas, perdidas...  Ulrica; desarraigada en un país extraño, sin familia ni medios. Yo; devastada por una ruptura, sola en una ciudad hostil. «¿A esto te dedicas Ana, a recogernos como pajaritos con la pata quebrada; y después, cuando creas que nos podamos valer, a buscar la siguiente? ¿Esto es lo que nos espera a Ulrica y a mí?». El corazón se me encoge, como si ese abandono que auguro se me presentara allí mismo.

Alzo la vista y veo a Ana observándome, percibiendo mi desamparo. Ni me he dado cuenta de que Ulrica se ha levantado de la mesa para ir al baño. Ana pone su mano encima de la mía y me dice:

–Ven esta noche a casa. No te dejaré… no te dejaremos sola.

–¿Esto que tenemos
no va a acabar mal, verdad? –pero más que una pregunta es una súplica, para que me asegure de que irá bien, de que las cosas no se torcerán.

Ana, sin embargo, se limita a encogerse los hombros. Giro mi mano y tomo la suya con fuerza para hacerle ver que necesito oír de su boca esa respuesta. Me sonríe para que me calme pero acaba solo por decirme:

–Esta noche, para variar, me encargaré yo de preparar los gin tonics. 
 
 
 * * * * * *
 
BETH
 
 Beth me ha invitado a cenar en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Sabe que no soy de montar espectáculos en público así que debe pensar que la bronca allí será más llevable.

Mientras esperamos a que nos sirvan y degustamos un excelente borgoña que el maître le ha recomendado,  me pone al día de su familia; de la mía no le hace falta gracias a mi 'querido' hermano. Me pregunta cuánto tiempo llevo con Ana y si todo va bien entre nosotras ya que notó cierta tensión el día que la conoció. Obviamente la saco de dudas asegurándole que todo va a las mil maravillas. No espera a que yo pregunte por su novia, me lo cuenta ella directamente: su relación marcha sobre ruedas e incluso ya tienen planes de boda. En ese punto de la conversación ya nos habían servido la cena y al escucharlo he sentido al instante que mi estómago no admitiría ni un bocado más. Ha sido como retroceder cuando descubrí que llevaba un año engañándome con la galerista. 

La empresa donde Beth trabajaba, y sigue trabajando, llevaba años ganando tanto dinero que la cúpula directiva decidió canalizar parte de los beneficios creando una fundación y aprovechar de paso el prestigio y la publicidad de financiar proyectos sociales y culturales. Entre estos figuraba montar exposiciones de arte y, para asesorarlos, contrataron a una reconocida especialista en pintura moderna y contemporánea que además tenía su propia galería.

En descargo de la galerista he de admitir que el cambio de Beth empezó antes de conocerla, fue algo gradual e inexorable.
 
La Beth que conocía no era materialista y detestaba a los arribistas y a los trepas, y no sé cómo,  fue derivando en alguien obsesionada  con su ascenso profesional y material.  Sin ir más lejos, para alcanzar su ansiada promoción profesional no le importó medrar y servirse de su físico, de su apariencia, y no me estoy refiriendo a liarse con sus jefes, sino a algo más sutil y alambicado. Antes, tomar esos atajos le habría repugnado, pero entonces lo vistió como un ejemplo de su tenacidad y determinación para progresar. Además, el dinero también empezó a ser una obsesión que nos distanció. Y para rematarlo se lio con la galerista: fue el colofón. 
Lo negó tantas veces al principio que, cuando finalmente la acorralé con evidencias incontestables, tuvo que admitirlo. Aunque en ese momento se despachó a gusto acusándome de no haberla apoyado en su difícil ascenso profesional, echándome en cara que había encontrado más respaldo en la galerista, que en esa época era una recién incorporada a la fundación, que en su propia pareja. 
 
La  separación fue tan abrupta y me pilló tan de sorpresa que no pude expresar todo lo que quería decirle. Así que aún hoy arrastro ese resquemor y espero podérmelo sacar de encima en esta cena.
 
 –¿Sabes? me dice mientras estamos discutiendo– tiene nombre... mi futura mujer: María. No cuesta tanto.


viernes, 18 de mayo de 2012

Spiegel im Spiegel

-A mi madre le hubiera gustado que sonara esa pieza en su funeral -insiste mi hermana.

Pero el de la funeraria nos repite que el repertorio solo incluye esa lista que, a modo de menú, nos han entregado para elegir. Una amalgama que va desde el “Nessun Dorma” de Puccini, pasando por “Let it be” de los Beatles, el “Ave María” de Shubert o... ¡el “Candle in the wind” de Elton John!

-Si quieren contratar otros músicos... pero la póliza no cubre ese extra.

Mi hermana me toma del brazo y nos apartamos unos pasos.

-Podemos hablar con tío Fred, igual consigue que la aseguradora lo pague... -me susurra ella.
-Fred trabaja en seguros de coches, no de muertos... digo de decesos -la corto en seco.
-Bueno, quizá tenga contactos...
-Claro.... pero ahora no nos hacen falta talleres de reparación que hagan la vista gorda haciendo pasar como accidentes tus torpezas aparcando -le contesto irritada, harta de sus ocurrencias.

Me acerco de nuevo al hombre que empieza a impacientarse.

-El caso es que ya no nos da tiempo a contratar a nadie. Tal vez podrían hacer una excepción.

El hombre me mira como si le estuviera pidiendo la luna.

-No es posible. No creo que tengan la partitura y además están los derechos de autor...

En ese momento veo que una chica con un violín sale de una de las capillas.

-Denos diez minutos para elegir -le digo al tipo blandiendo la lista.

El hombre masculla algo y se va contrariado. Aprovecho entonces y sigo a la del violín para alcanzarla adonde el hombre no pueda vernos.

-Perdona, ¿mañana trabajas a las seis de la tarde? Es que quisiera preguntarte algo sobre esto -le digo mostrándole la lista.

-Sí, toco a esa hora -me responde sorprendida.

-Para el funeral de mi madre nos gustaría que sonara una pieza que era muy especial para ella, pero no está aquí. Se trata de una obra de Arvo Pärt: “Spiegel im Spiegel".

Viendo cómo me mira me doy cuenta de la pésima impresión que le debe haber causado mi inopinada petición. La chica, antes de decirme nada, se acomoda el arco y el violín bajo el brazo; mira a su alrededor, como si buscara la respuesta por algún rincón, aunque me da que solo está tratando de encontrar las palabras más apropiadas para librarse de mi, pero inesperadamente acaba por decir:

-Toco en un grupo de cámara que solo interpreta música de la segunda mitad del siglo XX y la tenemos en el repertorio.

-Gracias a Dios hay vida más allá de Mozart y Vivaldi -le contesto animada por la coincidencia, y, por qué no, para congraciarme con ella.

Se queda mirándome con cara de circunstancias. Al momento me doy cuenta de la tontería que acabo de decir. Lleva la partitura de “Candle in the wind” en la mano. Pero para mi sorpresa, me saca del apuro diciendo:

-El pianista que me acompaña aquí también está en el grupo, así que ambos la conocemos. Mañana la tocaremos, sin contratiempos.

La ceremonia transcurría con la normalidad que se espera en esta liturgia. Los más allegados a mamá intentábamos llevar lo mejor que podíamos nuestra aflicción. Mi hermana, desconsolada, no paraba de llorar. Y entonces arrancaron con Arvo Pärt y ocurrió. Los sollozos cesaron: enmudecimos, como si el piano y el violín hubiesen tomado el testigo de nuestro duelo. Y todos, hasta los menos cercanos a mamá, emocionados, nos vimos arrastrados por la música intensa y profunda que emanaba de dos soberbios y desconocidos músicos. Ambos, concentrados en sus partituras, no parecían darse cuenta de la turbación que estaban causando.

Cuando terminaron, al capellán le costó seguir con la ceremonia, como si le diera reparo ocupar con su homilía el vacío que había dejado aquella pieza. Creo que hasta él estaba emocionado.

Miré a la violinista. Esperaba cruzar con ella alguna mirada para demostrarle mi agradecimiento porque sabía que después sería muy complicado, pero seguía con la vista clavada en la partitura. Y así continuó hasta el final, aunque pude observar que la levantó fugazmente para mirar a mi hermana que había roto a llorar de nuevo.


Han pasado seis meses desde la muerte de mamá y todavía no he podido, no he querido volver a escuchar “Spiegel im Spiegel”. De vez en cuando me viene a la cabeza la generosa violinista. No pude darle las gracias con todo el trajín al acabar la ceremonia. Me pregunto si no quedaría muy fuera de lugar volver a pasar por la funeraria. Todo esto lo pienso mientras estoy recogiendo el correo del buzón que, como siempre, está atestado de propaganda comercial. La comunidad de vecinos, para evitar que acabe en el suelo, ha puesto una papelera en el rellano para poder desecharla allí mismo. Y en eso estoy con una de las cartas con pinta de contener algún reclamo, cuando me fijo en que mi nombre y dirección están escritos a mano. La abro intrigada y descubro con sorpresa que contiene dos entradas para un concierto a cargo del “Grupo de Cámara Siglo XXI”, con una escueta nota manuscrita que dice: “Sí, a veces hay vida más allá de Mozart y Vivaldi”.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Una llamada de teléfono

Hola, ya sabes quién soy ¡y no se te ocurra colgarme el teléfono porque sabes que soy muy capaz de presentarme delante de tu casa y decírtelo a grito pelado! ¿Se puede ser más vil, desleal y mezquina de lo que has sido tú con Alba? Ya sabemos que el amor se acaba, las parejas rompen, nada es eterno... ¿Pero qué te costaba hacerlo con elegancia y tacto? ¡Ah claro! Se me olvidaba que esas palabras no están en tu diccionario, sobre todo si las tienes que aplicar en las relaciones con humanos. ¿Cómo has podido engañar a una persona tan íntegra y entera, a alguien que te ha ayudado tanto cuando las estabas pasando canutas? ¿Cómo has podido humillarla de esta manera?...¡Eh! ¡Respóndeme! ¿Cómo se puede caer tan bajo?

Sí, ya... pero es que te has equivocado de número logro decirle al fin.

Silencio.

Madre mía, ¿pero por qué no me has cortado antes? me dice la desconocida.

¡Ya me dirás cómo! Si hasta empezaba a recordar a esa pobre Alba, y eso sí que tiene mérito porque no conozco a ninguna Alba...

Risas, nerviosas me imagino, al otro lado de la línea.

¿Te vale con un sentido: lo siento, discúlpame? me dice azorada.

No, no me vale en absoluto le respondo.

Perdona ¿cómo has dicho?

Si te doy el teléfono de mi ex y te cuento mi lista de agravios, ¿podrías llamarla tú y cantarle las cuarenta?

domingo, 25 de diciembre de 2011

En la fiesta de empresa

El aire sopla con fuerza esta noche, o tal vez sea que aquí hay demasiada corriente. Después de cinco intentos logro que el encendedor prenda el cigarrillo. ¿Por qué será que en los días que montan estas estúpidas fiestas de empresa siempre hace un frío insoportable? 

Miro por el ventanal y veo a mis colegas dentro, asaltando a los camareros tan pronto salen de la cocina. Parece que ayunen una semana para darse hoy el gran atracón... La veo a ella también aunque no parece muy interesada en los canapés. El de inversiones está a su lado; cómo no. Ambos están de pie, tomando una copa de vino, charlando con otros compañeros. Todo el mundo dice que están saliendo. Ese cretino...«¡Ay amiga! La envidia te está carcomiendo. Reconócelo; es un tipo agradable y además guapo, todas se lo rifan... ¡Joder, si es que hacen tan buena pareja...!»

Miro al cielo con la misma indolencia que miraría un pedrusco. «Olvídate, cero posibilidades» me digo entre calada y calada.

¡Uf! Qué frío hace aquí. ¿Me invitas a un cigarrillo?

Me vuelvo hacia ella azorada pero no por el sobresalto sino porque he reconocido su voz al instante.

Claro le contesto intentando disimular mi sonrojo. Con este viento es mejor que lo enciendas tú misma. Le alargo el paquete y el mechero.

Si estás temblando... 

Ahora mismo no sé si tengo dedos o carámbanos le digo a modo de excusa, mintiendo.

Después de varios intentos consigue prender el cigarrillo. Se vuelve para mirar a través del ventanal.

Está animada la noche...

Sí, sí lo está contesto.

Se queda observando a su chico. Él, que no puede vernos, la está buscando con la mirada por todo el salón. Aparta la vista del ventanal con una displicencia que me desconcierta. Se da cuenta de que lo he visto; me mira fijamente como si quisiera confirmar lo que acabo de ver.

No es por él. Él es... un encanto.  

Al oírlo el corazón se me encoge. Hago un esfuerzo y no desvío la mirada para que no note mi pesadumbre.

Soy yo me dice. Soy yo y mi eterna insatisfacción. Lo disfrazo de aspiración; nadie te reprocha por aspirar a más, al contrario, estigmatizamos al conformista. Pero esa ambición es solo un subterfugio para ocultar mi incapacidad para entregarme. Si no cuento los amores imposibles, otro recurso fácil, no creo que haya amado a nadie. No, no es falta de empatía, ni una psicopatía, es... como te explicaría... Al principio levantas un muro para defenderte de tu extrema vulnerabilidad; te resguardas de la decepción, del desamor, del desencanto... y luego te das cuenta de que ese mismo escudo te blinda de otras cosas que pueden ser maravillosas, pero sigues viéndote tan frágil que renuncias. ¿Se puede ser más cobarde e idiota?

Nos quedamos en silencio; no sé qué decir aunque su inesperada confidencia me da el valor para preguntarle:

¿Por qué me lo cuentas? No nos conocemos mucho.

Descubrirme ante alguien a quien le importo, no sé... tal vez sea el primer paso, aunque signifique bajarme del pedestal.

Importo no es la palabra exacta le digo tímidamente.

Lo sé.

Hace el gesto de devolverme el paquete de cigarrillos y el encendedor. Cuando los cojo, me toma la mano con suavidad y la acerca a su mejilla hasta rozarla.
Nos miramos sin decirnos nada. Me suelta la mano con la misma delicadeza que la ha tomado. A pesar del frío noto que me arde.

Se vuelve y entra en el salón.

jueves, 24 de noviembre de 2011

La suicida

Mi vida siempre ha sido plana y anodina y nunca he tenido mucha suerte. Como no tenía ninguna perspectiva de que fuese a mejorar, llegué a la conclusión de acabar con todo. El problema es que mi cobardía me había impedido hacerlo por mí misma, así que, cuando apareció el asesino en serie, supe que no podía desaprovechar esa oportunidad única. El plan era sencillo: pasearme por las calles solitarias a las horas que solía actuar y dejarme atrapar. El tipo en cuestión no era excesivamente sádico, se limitaba a un par de tiros por la espalda. Una muerte rápida que no tenía que ser muy dolorosa...

La primera noche anduve por los barrios del puerto; asesinó en la zona residencial. Al día siguiente me fui a la zona residencial; actuó en la zona norte. Al tercer día me fui a la zona oeste. Él descansó.

No me desanimé y seguí saliendo cada noche durante todo el mes. Mientras, el asesino mató a diez personas y la ciudad se sumió en una psicosis de terror y angustia; pero yo seguía sin dar con él, o él conmigo. Una noche incluso, fui al lugar donde el día anterior había caído su última víctima. Todavía podía verse el rastro de sangre en el asfalto. Lo esperé durante horas convencida de que así volvería al lugar del crimen, pero el ritual de invocación no funcionó en absoluto.

Hoy me he enterado por la radio de que ha sido abatido por la policía. Adiós a mi plan y adiós a mis emocionantes paseos nocturnos. Qué irónico, paseos en busca de la muerte que me han hecho sentir más viva que nunca.

Esta noche, sin embargo, vuelvo a salir tarde de casa, pero solo para comprar cigarrillos y tomarme una copa en el bar de la esquina. Cuando entro en este tugurio a estas horas siempre tengo la misma sensación; si fuera un marciano pasaría más desapercibida. Estos tipos parecen que nunca hayan visto una mujer en su vida.

Saco el paquete de la máquina, recojo la copa que me han servido en la barra y me voy a la mesa del fondo. Cuelgo el abrigo en el perchero y, cuando me vuelvo, la veo delante de mí, mirándome como si me conociera. No sé de dónde ha salido, pero juraría que cuando he entrado no estaba en el bar.

¿Puedo sentarme en tu mesa? me dice la mujer.

Le digo que sí con la cabeza y las dos nos sentamos, una frente a otra.

¿Entonces, hoy no sales a pasear? 

No contesto. Su tono, irónico y desafiante, no me amedrenta.

¿Sabes una cosa? continúa la desconocida. No hay nada excitante en matar a alguien que busca la muerte. Solo cuando arrebatas lo más preciado te sientes poderosa; lo demás carece de importancia. Bueno, eso y que un pobre diablo cargue con las culpas. Cuídate, tal vez nos veamos en otra ocasión.

Se levanta y se marcha del bar. Miro a los tipos que están allí; es increíble pero nadie parece fijarse en ella. Cierro los ojos y pienso: «no puede ser, lo he soñado».

Me quedo inmóvil, aterida por un escalofrío que no logro sacudirme. Finalmente consigo levantarme de la mesa convencida de que sólo ha pasado en mi cabeza. Le pido la cuenta al que está detrás de la barra y el hombre me contesta:

Tu amiga ya ha pagado.

martes, 11 de octubre de 2011

El juego de la güija (o el efecto Pigmalión)


Sí, lo sé, ¿cómo pueden unas mujeres hechas y derechas jugar a este juego? Pero aquí estamos, pasándolo bien hasta que llega mi turno. Estoy segura de que Nina me está jorobando, moviendo el vaso para que mi novia Ana se crea que hay alguien más en mi vida. Por suerte, pasamos el testigo a Lisa y dejan de preguntar sobre mí. 

La afectada no puede intervenir para no influenciar al espíritu de turno, una auténtica chorrada vaya, así que Lisa retira el dedo y empezamos con el interrogatorio de topicazos.

Espíritu, ¿quién será la pareja de Lisa el año que viene?

El vaso señala las palabras A-N-A.

Y como parece que el espíritu no quiere equívocos, va disparado hacia el rincón donde está mi novia. Miro a todas  enfurecida, y especialmente a Nina, que parece decirme con la mirada: a mí que me registren, esta vez no he sido yo. Me vuelvo hacia Ana, tan sorprendida como el resto, y a Lisa, que se ha sonrojado.

¡Anda, qué callado lo teníais!–dicen las chicas bromeando.

Todas nos lo tomamos a risa excepto la retraída Lisa que está tan turbada que no acierta a articular palabra. Jamás la había visto así. De repente, se levanta de la mesa, dice un casi imperceptible perdonad y se va como un rayo a su habitación. Nos quedamos en silencio.

¿Alguien sabía algo?

Nos miramos, negándolo con la cabeza. 

Tú eres su hermana... ¿No lo sabías?

¡Ya la conocéis! Nunca explica nada, ni siquiera a mí, se defiende la hermana.

Todas miramos a Ana.

–Yo no he notado nada empieza a decir, dirigiéndose a mí. Casi no la conozco. Si apenas hemos hablado. Del grupo, es con la que menos me hago... ¡De verdad, no le he dado pie a nada! se lamenta, como si tuviera que probar algo.

Le paso el brazo por la espalda para tranquilizarla. Le digo que no tiene que justificarse, que estas cosas pasan y que nadie tiene la culpa.


De vuelta a casa, le digo a Ana que lo más curioso es que la pregunta no era de quién estaba enamorada ahora sino con quién estaría dentro de un año. Ana sonríe.

Un espíritu burlón me contesta.

 Sí, el muy jodido ha descubierto a la pobre Lisa.

Caminamos en silencio. Ana se detiene y me hace un comentario extraño.

Lisa es muy distinta a la alocada de su hermana. No se parecen en nada. Qué raro ¿verdad? Curioso lo de esta chica...

Y continúa caminando con el semblante de cavilar sobre ello.

Esta noche, mientras Ana duerma, tengo que averiguar sin falta si este estúpido juego tiene alguna posibilidad de acertar.

sábado, 24 de septiembre de 2011

La olvidadiza

Nos hemos cruzado en las escaleras de un centro comercial y nos hemos mirado como si nos conociéramos de algo. Me vuelvo para verla otra vez y observo que ella hace lo mismo. Definitivamente nos conocemos.

Hago un esfuerzo, repaso a ex-colegas del trabajo, ex-amantes, ex-novias, amigas de mis amigas, amigas de mis ex-novias, amigas de mis ex-amantes, novias de mis amigas, novias de mis ex-amantes, novias de mis ex-novias... Rápido, si no la sitúo pronto me será imposible saber quién es, la perderé en el limbo de mi memoria...

El escalón está a punto de escupirme fuera de la escalera mecánica antes de ser engullido por la propia escalera... Alzo la vista y veo "Todo libros"; justo lo que buscaba. Saco el móvil del bolso donde tengo anotado el libro que quiero comprar: "Ejercite y potencie su memoria".

viernes, 23 de septiembre de 2011

En el velatorio

La mujer que lleva observándome desde hace un rato se acerca.
¿Conocía a la difunta?
Le contesto no.
¿Amiga de la familia?
No.
-¿De la empresa?
No.
-¿Del club de lectura?
No.
¿Es usted de la funeraria?
No.
¿De la compañía de seguros?
Tampoco.
Vale, me rindo... ¿por qué está en el velatorio de mi hermana?
Ayer leí su esquela en el periódico. Nació en el mismo día y año que yo, y se llamaba igual que yo. Sólo quería comprobar que no era yo.

jueves, 22 de septiembre de 2011

En la oficina

Acabo de recibir un mail de mi amiga de Nueva York: me dice que ha cortado con Nancy y que vuelve aquí para instalarse.

Trago saliva; acaban de esfumarse de un plumazo todas mis excusas y coartadas. «Qué cobarde he sido»   me digo, «pero esto tiene que cambiar ahora que vuelve...»

A media mañana tomo el teléfono y marco la extensión de Recursos Humanos.

Oye ¿todavía queda alguna vacante en la sucursal de Shanghai?

En el ascensor

Estamos solas... en el ascensor de la empresa. Es la primera oportunidad que tengo de ir más allá del hola o adiós. Cierro los ojos y me armo de valor.

Por favor, dime que tengo alguna oportunidad.

Se lo digo en voz baja, de corrido... creo que mi respiración ha ahogado las palabras...

Ella se vuelve y dice:

Perdona ¿me hablabas?

El ascensor se para en la quinta planta y entra alguien... apenas le conozco. Nos saluda, más a ella que a mí; empiezan a charlar como si yo no existiera. Me siento tan torpe y tan poquita cosa...

El ascensor se para en mi planta. Las puertas se abren. Salgo con la mirada baja y sólo acierto a decir un lacónico adiós.

Las puertas se van cerrando tras de mí, pero antes logro oír nítidamente de ella.

–!Sí, claro que la tienes!

miércoles, 31 de agosto de 2011

La tímida

La mujer abrió la cajita y me dijo que escogiera una, la que quisiera. Tomé la primera que pillé, sin reparar en su belleza. Era una piedra de aspecto vulgar, sin ninguna forma especial, grisácea y rugosa, no muy grande. Podía cerrar mi mano sin que se notara que la tenía agarrada.

Esta piedra te dará energía positiva y destruirá la negativa que acumules. Con ella tendrás el valor para enfrentarte a todo, sin miedo. La tienes que tomar en tu mano, con fuerza. Verás qué bien te funciona. 

Yo la miraba con escepticismo. Mi amiga me había insistido en que esa mujer tenía poderes especiales, que curaba enfermedades, incluidas las del alma, por eso accedí a visitarla, pero aquello me pareció absurdo y embarazoso, y, como quería devolvérsela, le dije a modo de excusa:

 Seguro que en dos días la pierdo, soy muy despistada y acabo perdiéndolo todo. Gracias, pero me sabe mal desperdiciar esta, esta... piedrecita. 

La mujer tomó mi mano con delicadeza, me la cerró suavemente con la piedra dentro, sonrió y me dijo en voz baja, como si fuera a revelarme un gran secreto: 

–Si algún día no la encuentras, tranquila, no la habrás perdido tú, es que la piedra tendrá cosas muy importantes que hacer. Quédatela.

Dejé olvidada la piedra en un cajón durante meses hasta que un día decidí, sin mucha convicción al principio, utilizarla como último y desesperado recurso contra mi madre; una déspota que además siempre me ninguneaba en favor del cretino de mi hermano. Jamás me había enfrentado a ella, así que, cuando me encaré, con la piedra bien agarrada a mi mano, mi madre se quedó tan desconcertada que me dejó en paz una buena temporada. Con mi hermano también me atreví a usarla, y me fue muy bien. Entonces me convencí de que funcionaba y decidí emplearla siempre.
 

Cuando me acechaba algún peligro sacaba la piedra del bolso, me aferraba a ella y me enfrentaba a lo que fuera. Lo que antes era resignación y silencio, ahora eran palabras claras, contundentes a veces, que transmitían sin tapujos lo que pensaba o lo que deseaba.

Me encaré con los colegas del trabajo que se metían conmigo por mi timidez y apocamiento. Ya no callaba si alguien intentaba colarse en la panadería o en el cine, o si el camarero atendía antes a un cliente que había llegado después que yo. Que el taxista tenía la radio o la calefacción demasiado altas, le pedía que lo remediara, o si empezaba a agobiarme con una tediosa cháchara, le hacía ver claramente que no tenía ganas de hablar. Si en la tienda la dependienta se empeñaba en que me probase tal o cual prenda que a mí no me gustaba, no sólo me negaba, sino que le dejaba bien claro que odiaba que me persiguieran mientras ojeaba la ropa. Reclamaba en el restaurante si me servían la comida fría, o si el servicio estaba tardando más de lo debido.

Al cabo de un tiempo sentí la necesidad de compartir la fuerza que me daba la piedra ayudando a otros. Fue como una obligación: era lo justo. Los retraídos y tímidos afrontamos cada día situaciones embarazosas con los descarados y caraduras; personas que se saben más fuertes y que no dudan en aprovecharse. Y así, acabé reprendiendo no sólo a quien se colaba delante de mí sino a quien lo hacía por detrás, aunque eso no afectara a mi turno. En el trabajo, no sólo me encaraba con los que intentaban fastidiarme a mí, sino a los que hacían la vida imposible a otros tímidos.
Siempre me pasaba lo mismo, en cuanto detectaba la expresión de resignación de un tímido ante la desfachatez de un cínico, sentía la imperiosa necesidad de agarrar la piedra y remediar la situación.

Y mientras libraba esa cruzada, me propuse cambiar de trabajo. Lo que antes me suponía un imposible: pasar las temibles entrevistas, ahora ya no las veía como un muro infranqueable. Decidí entonces participar en un proceso de selección largo y complicado.
Pasé muy bien las dos primeras entrevistas, siempre aferrada a mi piedra, como si fuera un apéndice más de mi mano. Mostré una buena preparación técnica, pero sobre todo demostré la seguridad y el aplomo suficientes para ir a la terna final. En la última entrevista tenía que vérmelas a la vez con la directora de la compañía, con el responsable de personal y con el responsable de finanzas.

La sesión duró más de dos horas. Cuando acabé, estaba tan entusiasmada de lo bien que me había ido, tan segura de que sería la escogida que al despedirme no me acordé de que tenía la piedra, así que, al extender mi mano para estrechar la de la directora, dejé caer la piedra de la manera más torpe. El impacto sonó como si alguien hubiese disparado un perdigón. El silencio que reinaba en la oficina se rompió abruptamente. Todos se quedaron clavados mirando aquel pequeño objeto que rodaba y rodaba como si tuviera vida propia, alejándose cada vez más del corrillo que formaba yo con los tres entrevistadores. La piedra, a pesar de su irregularidad y aspereza, no paró hasta desaparecer bajo un armario, unos metros más allá.
Miré de reojo la expresión de mis tres inquisidores y creí adivinar lo que pensaban: que habían estado a punto de ofrecer un puesto de responsabilidad a alguien que para infundirse confianza se aferraba a un pedrusco, a un talismán.
Al principio me sentí avergonzada, como si me hubieran pillado haciendo trampas en una mano de cartas, pero al momento experimenté un extraño alivio. Acabada de darme cuenta de que cada vez me exigía más, de que tener la piedra empezaba a suponerme una pesada carga porque ya no tenía ninguna excusa para no afrontar cualquier situación.

Alguien que estaba cerca del armario que ocultaba la piedra hizo el gesto de agacharse, pero le dije rápidamente:  

Gracias, no hace falta que la recoja.

Me volví hacia los tres entrevistadores, que seguían allí, de pie, sin saber qué decir, intentando con una sonrisa forzada, disimular su perplejidad. Les devolví la sonrisa, una sonrisa franca y tranquila. Señalé donde se había escondido la piedra y les dije con falsa resignación: 

Bueno... seguramente la piedra tiene cosas muy importantes que hacer. 

Y sin abandonar mi rictus, entre divertido y aliviado, me despedí de ellos, sabiendo que jamás me contratarían allí.

domingo, 31 de julio de 2011

El viaje organizado

Ya sabía yo que eso de ir en un viaje organizado nos iba a arruinar las vacaciones.

Sabe perfectamente de qué le hablo, pero como siempre, me mira como si no fuera con ella. Es muy hábil haciéndose la longuis.

Caty, si no lo cortas tú lo voy a hacer yo... Ah, y te aseguro que no me iré con miramientos.

Se le tuerce el gesto. Cuando la amenazo con eso se pone a la defensiva inmediatamente: odia las escenas.

Estoy harta de que esa tía flirtee delante de mis narices y tú se lo permitas.

Estás exagerando me contesta finalmente.

Mira, no sé si su novia es tonta y no se da cuenta de nada, o sí lo ve, y no le importa, o es que llevan un rollo muy raro que a mí, desde luego, no me va. A veces la novia me mira en plan colega... ¿colega de qué? ¡No me van estas historias para nada...! y me molesta que te escudes en que eres incapaz de ser desconsiderada con nadie para no darle un buen corte.

No creo que sea para tanto me dice cada vez más recelosa, al ver cómo me estoy encendiendo.

¿Qué no? A la que me despisto ya está a tu lado dando la vara. ¿Y lo de esta noche qué?¿Por qué tenemos que salir a cenar con ellas una vez más?

Llaman a la puerta. Abro bruscamente y aparece ella. Me mira fijamente, yo diría que desafiante; al momento cambia la expresión y dice sonriendo:

Chicas, el taxi está abajo esperando.

Desvía la mirada hacia Caty ante mi mutismo y mi gélida mirada: estoy segura de que sabe lo que voy a decirle y trata de buscar su ayuda. «Como se la des Caty, hemos acabado, te lo juro».
Miro a Caty: vacila al principio pero adopta una expresión que conozco muy bien. Entorno los ojos abatida y antes de que Caty diga nada y la humillación sea insoportable me adelanto:

Me duele la cabeza. Id vosotras, yo me quedo.

La recepcionista llama al mozo para cargar mis maletas en el taxi. Cuando le entrego la nota para que se la dé a Caty a la vuelta de la cena, advierto su extrañeza.   

Espero que su estancia en el hotel haya sido de su agrado.

Hasta que no alcanzo la salida, noto en la nuca su mirada desconcertada.

domingo, 3 de julio de 2011

La carta

Abre la puerta, me mira sin decir nada  y vuelve sobre sus pasos arrastrando los pies, cabizbaja. Cierro la puerta y la sigo.

Estaba preocupada empiezo a decirle. No contestas a mis llamadas, no has ido a trabajar y...

Cuando veo el estado de su apartamento, enmudezco. Todo el suelo está cubierto de bolas de papel.
Como una autómata se sienta, toma la pluma y escribe en una mesa repleta de hojas.

No, no... no me acaba de salir redonda se dice.

Coge la hoja, la estruja y otra pelotita va a para al suelo.

-¿No sería más práctico? «y ecológico»  pienso,  ¿que lo hicieras con el ordenador?

Por favor, ¡qué poco romántica eres! me lo dice con una mueca de fingida ofensa, burlándose de su propia respuesta.

Y vuelve a garabatear la hoja como si le fuera la vida en ello.

Cuando consiga acabarla se va a dar cuenta me dice... o se dice, sin dejar de escribir. Esto me está costando más de lo que creía, pero cuando la tenga...ah, entonces lo comprenderá todo... No, no... esta frase no me gusta así...

Si no quiere hablar contigo, ¿crees que va a leer tu carta? Tómate un respiro y salgamos un rato, así te aireas un poco.

No me responde y sigue escribiendo frenéticamente.

Escucha le insisto. Vayamos a cenar por ahí. Me han hablado de un italiano que...

No quiere estar más con alguien incapaz de ser cariñosa, de abrirse. Yo le digo que vale, que a lo mejor no soy muy expresiva, pero le he demostrado con hechos que la quiero, ¡vaya si lo he hecho! Tú lo sabes. Los hechos son lo más importante me enfatiza, golpeando su índice contra la mesa.Ella me reconoce que sí, pero que las palabras y los gestos también. Bien, pues cuando lea esta carta comprenderá que soy capaz de hablar de sentimientos, de emociones, y se dará cuenta de que está muy equivocada conmigo.

¿De verdad piensas que...?

Ya sé lo que me vas a decir me interrumpe, mientras toma un puñado de hojas y las estruja con una mano mostrándomelas. Que todo esto se lo tenía que haber dicho hace tiempo.

Las tira al suelo y rompe a llorar.

No sé cuánto tiempo hemos estado abrazadas. Ella llorando y yo consolándola: 

Venga tía, que no es el fin del mundo, anímate, que esto pasará...

Y aunque es imposible recurrir a frases más tópicas, no dejo de repetirlas una y otra vez porque si solo oigo su llanto, me desmorono con ella sin remedio.

Hazte un favor le digo finalmente, ven a cenar conmigo. Y hazme un favor a mí,  dúchate.

Mi amiga no volvió a su apartamento ni esa noche ni a las treinta siguientes. Durante el mes que estuvo en mi casa no la vi escribir ni una nota, ni mencionó el tema. Hablábamos, sí, de cómo se sentía pero no volvió decirme nada sobre la carta. Creo que después de aquello se le fue completamente de la cabeza la idea de escribirla.

Esa noche precisamente, mientras se duchaba, tomé uno de los borradores y lo leí. Esperaba la típica carta que se escribe al borde de abismo de una ruptura; pero aquello era distinto. Descarnada, directa; mi amiga se descubría de una forma casi impúdica. Su arrojo me empequeñeció. Lloré, pero no creo que fuera por ella...

jueves, 30 de junio de 2011

En el concierto

-Señora, aquí tiene su copa de champán.
Le doy las gracias y, al girar sobre mis talones, casi me doy de bruces con ella.

- Oh, lo siento, -se disculpa ella. -Perdona, ¿verdad que estás en la primera fila del primer palco? Me he fijado que el asiento de al lado está libre... ¿Por casualidad no será de alguien que conoces que no ha podido venir?

Si se piensa que voy a admitir que me han dejado plantada, va lista. Qué descaro; si estuviéramos en otro sitio mi respuesta le quitaría de golpe las ganas de ir preguntando cosas así.

-No tengo ni idea si está libre -le contesto secamente, mintiendo.

-Perfecto. Si está libre o quien haya comprado la entrada no va a aparecer en la segunda parte, lo ocuparé... si no te importa.

Como debe de ver mi cara de vinagre se apresura a darme todo tipo de explicaciones:

-Verás, mi asiento está en platea pero desde allí no veo bien porque tengo delante a un tipo muy alto. Esta gente sólo debería ocupar las localidades de la última fila para no estorbar... En fin, que son un auténtico fastidio cuando se sientan delante de una. El caso es que, además, me tapa justamente la sección de viento y no quiero perder detalle.

La segunda parte del concierto empieza y la mujer, sentada a mi lado, efectivamente, no quita ojo a las flautas, oboes, clarinetes... Seguro que es capaz de percibir todos los matices de la interpretación. ¡Qué envidia ser tan entendida!

De cuando en cuando la miro de reojo y, a pesar de su concentración, se da cuenta, y me devuelve la mirada.

El concierto termina. El público aplaude, aplaudimos, calurosamente. Mi vecina también lo hace con entusiasmo.

El director saluda repetidas veces y cuando le toca a la orquesta, lo veo: la fagotista mira hacia nuestro palco, le guiña el ojo a mi vecina y le envía un beso casi imperceptible. Conque era eso... ¡Entonces yo también soy una gran “entendida”!

jueves, 23 de junio de 2011

Cerrado por vacaciones del 1 al 31 de agosto

La puerta del despacho se abrió y entró una mujer de mediana edad; era su secretaria. En un gesto instintivo la directora sacó los pies de la mesa y recobró su compostura habitual. La secretaria no pareció muy sorprendida.

–Señora Berg, aquí tiene el teléfono de la central de taxis que me ha pedido. Suelen tardar unos 20 minutos hasta llegar aquí –le alargó un papel con el número.

–Sí, gracias.

–Buenas vacaciones, señora Berg. No olvide conectar la alarma  de las oficinas; aquí no queda nadie y en la fábrica tampoco. El encargado ya ha puesto la alarma de las naves, lo digo por si tiene que bajar allí...

–Gracias, lo tendré en cuenta, buenas vacaciones... esto... por cierto, ¿adónde va?

La secretaria, que iba a girarse para irse, se quedó clavada sin apenas poder disimular su sorpresa. La misma directora también se extrañó de su propia pregunta, saltándose su máxima de no interesarse por la vida personal de sus empleados para despedirlos más fácilmente llegado el caso.

–A la playa con mi marido y los niños, en casa de mis suegros... Tienen una chalet precioso en la costa... ¿sabe? a los niños les encanta aquello...

La directora se estaba arrepintiendo de haber dado pie a una aburrida conversación sobre hijos, maridos, suegros.... La secretaria, como si hubiera adivinado lo que estaba pensando cortó en seco:

–Bueno, ya sabe, en familia. No la entretengo más. Buenas vacaciones.

–Buenas vacaciones.

Al cabo de unos minutos oyó el coche de la secretaria ponerse en marcha y alejarse.

Se sentía la dueña del mundo; este año la filial que ella dirigía desde hacía tres había logrado los índices de productividad y crecimiento más altos de todas las sucursales europeas. Para conseguirlo había aplicado medidas muy drásticas. Mientras pensaba en ello echó una ojeada, sin ningún pesar, al expediente de los cinco últimos empleados que hoy mismo acabada de despedir.
Miró a través del gran ventanal de su despacho. Era un típico día de verano, brillante y caluroso; el último día de trabajo antes de las vacaciones. Esa misma tarde, embarcaría en su velero y se perdería por el Mediterráneo durante, al menos, dos semanas.

Se levantó, se sacó la americana, la colgó en el respaldo de su silla y se dirigió hacia el baño. Se miró en el espejo y se atusó el pelo. Después entró en el lavabo, cerró la puerta y echó el cerrojo de forma mecánica e innecesaria pues estaba sola. El clic sonó raro pero no le dio importancia.

Cuando intentó abrir la puerta para salir, el cerrojo no cedió y se quedó clavado. Lo volvió a probar, pero al ser metálico y sobresalir muy poco resbalaba entre sus dedos una y otra vez. Entonces cogió la manilla con ambas manos para intentar desgajarla y partirla, pero no lo consiguió; parecía irrompible. Luego lo probó con el pie, pateándola, pero fue inútil; la cerradura no cedía. Intentó entonces tumbar la puerta, pero casi no tenía espacio para coger impulso. La puerta, además de estar revestida con una plancha muy dura, se abría justo hacia adentro lo que hacía imposible su derribo.

Se palpó los bolsillos del pantalón y comprobó con desolación que no tenía nada. El teléfono móvil lo había dejado en su despacho. Miró las paredes y el techo; no había ni una salida, sólo un pequeño extractor cuyo conducto de aire no debía tener más de diez centímetros de diámetro.

Si gritaba nadie la iba a oír; estaba atrapada dentro de una nave de diez mil metros cuadrados cerrada a cal y canto en medio de un polígono industrial, a las afueras de la ciudad, que en agosto prácticamente se vaciaba. El personal de limpieza ya no volvería hasta después de vacaciones. No había servicio de seguridad con inspecciones en el interior de la empresa; en su afán por recortar gastos lo había cambiado por un único sistema de alarmas. Sólo acudirían si saltaba alguna y desde allí le era imposible hacerlo. Si al menos hubiera venido en su coche, alguien podría extrañarse de verlo aparcado día y noche en el mismo sitio, pero hoy precisamente, había decidido tomar un taxi para ir directamente al embarcadero.

Se sentó encima de la tapa del lavabo y pensó: «nadie me echará en falta en las próximas dos semanas porque en teoría estoy navegando... Después mis padres, mi hermana y mi cuñado sí... aunque es posible que no... A veces me paso más de un mes sin hablar con ellos».

Se reclinó hacia delante, tapándose la cara con las manos, muerta de miedo y de angustia y empezó a sollozar. «Un mes, un mes... ¡Dios mío!».


Y maldijo el haber ido destejiendo sus lazos familiares a la par que lograba sus éxitos profesionales, eso por no hablar de sus amigas, no se le ocurría a nadie que pudiera echarla en falta con la urgencia que necesitaba. 

Intentó calmarse. «Bueno, vamos a ser optimistas. Tengo agua... los que hacen huelga de hambre creo que aguantan más de un mes; teniendo agua puedo resistir todo el agosto aquí si nadie me echa en falta antes... Qué vergüenza, Dios mío, si me rescatan mis propios empleados medio muerta».
Volvió a llorar pensando en su estupidez y mala suerte. De pronto, oyó unos pasos.
–¡Aquí, aquí! Me he quedado encerrada en el lavabo. ¡Por favor, aquí!

Pegó la oreja a la puerta pero no volvió a escucharlos. Era como si se hubieran detenido, aunque tal vez se los había imaginado... Su propia respiración, angustiada y nerviosa, le entorpecía la escucha, así que intentó calmarse. Al cabo de unos segundos los volvió a oír con nitidez.

–¡No se vaya por favor, no se vaya....! ¡No voy a denunciarlo! –gritó con todas sus fuerzas, pensando que podría tratarse de un ladrón. –Sólo quiero que me abra la puerta... le daré mis números secretos de las tarjetas... no se vaya por Dios... ¡No voy a denunciarlo!¡Solo quiero que me ayude a salir de aquí!

–¡Eh, eh! Tranquila soy de la empresa. Ahora voy –le respondió una mujer.

–Estoy encerrada en el lavabo, no puedo abrir la puerta.

No podía creerlo, hacía unos instantes ya se había resignado a pasarse todo el mes encerrada en este agujero, y ahora, esta absurda pesadilla iba a terminar.

La mujer intentó abrir la puerta pero el mecanismo de la cerradura se había atascado.

–No puedo abrirla. Calma, tendré que llamar a un cerrajero.

–Sí, vaya, vaya rápido... Menos mal que estaba aquí, creí que todo el mundo se había marchado. Menudo susto -le dijo la directora aliviada.

–Un momento... ¿por qué tendría que hacerle este favor?

«¡Será estúpida! ¿Cómo se atreve a hablarme así?» pensó enfurecida.

–¿Qué dice...? Oiga, soy la directora... Haga el favor de llamar al cerrajero; –pero al momento se arrepintió del tono que había empleado.

–No sabe quién soy ¿verdad? –le dijo la mujer.

Cómo iba a saberlo, la fábrica tenía más de mil trabajadores; no podía conocerlos a todos y menos por la voz.

–Fuentes, soy Begoña Fuentes –le dijo para que hiciese memoria.

«Fuentes, Fuentes... ni idea, pero a esta desgraciada la despido en cuanto ponga un pie fuera de este agujero».

–Fuentes, la de mantenimiento –puntualizó la mujer.

–¡Ah! Sí, Fuentes... claro, perdone... es que estoy un poco nerviosa. Llame primero al cerrajero y luego seguimos hablando...

–¡Qué hija de puta! Aún no sabe quién soy.

–Oiga, no puedo conocer a las mil personas que trabajan aquí.

–Tal vez a mí sí, me ha despedido esta mañana.

El estómago le dio un vuelco, el corazón le empezó a latir con tal velocidad y fuerza que creyó que la presión sanguínea le iba a hacer estallar la cabeza.

–Comprendo su enfado... pero a mí me obligan mis jefes de Europa. Pero en cuanto salga lo arreglamos... la voy a readmitir, ¡se lo juro! Por favor... no puede dejarme aquí un mes, ¡puedo morirme de hambre!...

–No me cuente sus problemas personales... ¿Se acuerda de esta frase? Me la dijo cuando le expliqué que tenía dos hijos adolescentes, y que con cuarenta y ocho años me sería imposible encontrar otro empleo.

Al momento comprendió que con buenas palabras no le iba a abrir la puerta y en su desesperación, golpeando y pateando la puerta, le gritó con toda su furia:
–¡Abre la puerta desgraciada! Si no lo haces, cuando salga te denunciaré por robo. No deberías estar aquí. Has venido a robar. No pararé hasta que vayas a la cárcel. ¿Me oyes? ¡Te voy a machacar, te voy a hundir, ladrona! ¡Esto no va quedar así!

La mujer esperó a que terminara y le dijo tranquilamente:

–He venido porque olvidé devolver mi juego de llaves de la empresa. Las tenía como encargada de mantenimiento, pero ¿sabe? voy a hacer mi último servicio aquí. Entre otras cosas, me ocupaba de cerrar los suministros de la fábrica en vacaciones, así que voy a cerrar el paso del gas y... del agua. Que disfrute de sus vacaciones, señora directora.