ANA Y ULRICA
Sórdido, solo me viene a la cabeza esta palabra. La ciudad, sus gentes, mi barrio y este clima plomizo que lo abate todo, como una invasión silenciosa y despiadada de la que nada ni nadie sale indemne.
—A Ulrica la conozco desde hace un año —me cuenta mi vecina Ana, una de las pocas personas con las que he trabado cierta complicidad desde que me he instalado aquí. —Es de Macedonia...
—¿Es griega, entonces? —la interrumpo.
—No, no, de la República del Norte de Macedonia. Menuda trifulca tienen con los griegos por el nombre de marras. Si supieran que para nosotros es un postre -se ríe y bebe un sorbo de café. —Ya ves, así somos los humanos, capaces de montar casi una guerra por un simple nombre. En fin, como te decía la familia de Ulrica lo pasó muy mal: primero por la guerra de los Balcanes y después por el conflicto del Kosovo. Ella se marchó porque no veía ningún futuro y bueno... aquí va haciendo cositas... pero nada seguro. —Baja la vista y nos quedamos en silencio.
Al día siguiente, cuando volvía de trabajar, me topé con alguien que se había sentado en la escalera, delante del rellano de mi apartamento. Primero pensé que era un chico por su vestimenta, por su gorra calada, y por el pelo, rapado a lo militar. Apenas alzó la vista y le pude ver la cara, me di cuenta enseguida de que se trataba de la chica macedonia. La saludé con un escueto hola y ella musitó lo mismo. No sé si me perturbó más su mirada azul, afilada como un puñal, o el gesto de encogerse y restregarse el brazo con la otra mano, como lo había visto hacer tantas veces a mi hermano, colocado hasta las cejas, cuando bajaba a buscarlo por los soportales del puerto.
Cerré la puerta del apartamento sin volverme, con el corazón encogido.
—Ni loca le dejo las llaves del apartamento —me dice Ana, —es capaz de invitar a sus amistades sin que esté yo. Ulri es legal pero las otras... Algunas son macedonias, como ella, aunque sospecho que en realidad se trata de albanesas, pero me lo oculta. Cree que tengo prejuicios, y no es verdad, te lo aseguro; solo que no me gustan los trapicheos de esta gente...
Hoy hemos salido de copas y Ulrica nos ha acompañado. Los bares son sórdidos, como no podía ser de otra manera en esta ciudad. Ana nota mi desánimo y me toma del brazo cariñosamente. Ulrica nos observa con curiosidad. La dureza de la expresión que recordaba del primer día se ha esfumado, y aunque su afabilidad y atención no parecen impostadas, su forma de mirar sigue incomodándome.
—No sé si pedir el traslado a esta ciudad fue un error —le confieso a Ana, —pero estaba tan jodida por lo de mi ex que no dudé en poner tierra por medio.
—No te preocupes, Ulri y yo te cuidaremos y no dejaremos que puedan contigo —me contesta antes de besarme en la mejilla. —No te muevas, voy a por las copas.
Ulrica se aproxima entonces. No creo que haya escuchado nuestra conversación pero estoy segura de que Ana la tiene al corriente.
—El otro día, en la escalera, no te asusté ¿verdad? —me pregunta con un fuerte acento.
—En absoluto.
—Yo no suelo estar así, como me viste. Aquel día era un mal día para mí...
—No te preocupes, todas podemos tener algún día malo —le digo para zanjar el asunto.
Nos quedamos un momento en silencio. Entonces se acerca a mi oído para decirme:
—Me alegro de que Ana y tú seáis amigas. A ella le cuesta. Todo lo contrario que yo. Hago amistades con demasiada facilidad.
Le aclararía que Ana no debe considerarme todavía una amiga porque jamás me ha contado nada de su relación íntima. Solo se refiere a ella como una amiga un poco descarriada y necesitada de su ayuda. Supongo que la diferencia de edad o la vida que lleva Ulrica deben pesar demasiado.
Los días se suceden con la monotonía de siempre. Trabajo hasta tarde para no tener que llegar pronto a casa. La noche es un bálsamo; camufla el perenne cielo encapotado, disimula la fealdad de esta ciudad, emborrona los rostros de abulia de sus habitantes. Aunque hay otra razón para alargar mi jornada: no tener que toparme de nuevo con Ulrica a solas, me siento vulnerable si no está Ana.
Últimamente quedo poco con Ana. Somos vecinas, así que tenemos oportunidad de encontrarnos a menudo, y, sin embargo, nuestras salidas se han espaciado y las conversaciones se han vuelto más banales. No creo que se haya dado cuenta del desasosiego que me produce Ulrica. Cuando coincidimos las tres mi trato es normal, con el preciso punto de displicencia que, sin ser desdeñoso, me resguarda de ella.
Se oyen risas y voces en el rellano de la escalera. Son las dos de la mañana. Suena el timbre de mi apartamento. Cuando abro la puerta Ana aparece sonriente y bastante borracha.
—Anda ponte algo y ven a mi casa que celebramos el cumpleaños de Ulri —me dice blandiendo una botella de vodka.
Se queda apoyada en el quicio de la puerta sin ninguna intención de moverse si no la acompaño. No me queda más remedio que vestirme a toda prisa, con lo primero que pillo. Se tambalea de forma lastimosa. Le paso el brazo por la espalda para evitar que se desplome y la llevo a su apartamento. Allí está Ulrica y tres amigas más. Dos de las chicas deben ser algunas de las albanesas de las que Ana me ha hablado.
Cuando nos ven aparecer solo Ulrica se acerca para ayudarme. La llevamos directamente al dormitorio. Ella se resiste porque quiere poner música.
—Quiero bailar contigo —dice dirigiéndose a mí. Apenas puede vocalizar. Las otras se ríen de su torpeza.
—Claro, busco una canción y vengo a por ti —le respondo mientras la acomodo en la cama.
La chica que no es extranjera le dice a Ulrica.
—Ni un tío bebe como vosotras. ¡Joder con las albanesas! ¿qué os dan de pequeñas, vodka o leche para mamar?
Ulrica la fulmina con la mirada, se acerca a la puerta y la cierra de un portazo.
Nos quedamos las tres solas en el dormitorio. Ulrica se arrodilla cerca de la cama, toma la mano de Ana y empieza a hablarle cerca de su mejilla mezclando palabras de su idioma con otras que entiendo demasiado bien. Salgo del dormitorio para irme directamente a mi apartamento.
Cuando estoy a punto de entrar, aparece Ulrica tras de mí.
—Gracias por ayudarme con Ana. No debimos haberte molestado. Ha sido un error. Ahora mismo echaré a esas pesadas de su casa...
–No ha sido nada –le respondo ásperamente.
–Ana te quiere –me dice de pronto.
El corazón me da un vuelco, por un momento pienso que habla de ella y no de Ana. Pero está hablando de Ana, la misma Ana a quien se ha dirigido en el dormitorio, la misma Ana con la que intima. Cierro los ojos sin saber qué decir. Entonces se acerca y toma mis manos. Su expresión, afectuosa, contrasta con la determinación con que me sujeta las manos, como si quisiera asegurarse de que lo he entendido, de que no estoy excluida.
Estoy a punto de echarme a llorar. Una extraña, retraída y acogotada, aparece en sus vidas, y su forma de acogerla, de ofrecerle su hospitalidad no es otra que quererla.
–Yo también la quiero –le contesto.
La lluvia arrecia fuera y aún así, por primera vez, empiezo a sentirme reconfortada en esta ciudad.
–¿Verdad que no le dirás que soy albanesa? –me dice Ulrica.
–Ana ya lo sabe –le respondo.
–¿Desde cuándo?
–Yo creo que desde siempre.
ULRICA
Ulrica me acaba de llamar por teléfono. Me ha pedido si podía pasar por casa y que no le contara a Ana de esta visita inesperada. Estoy preocupada; es la una de la madrugada y su tono no presagia nada bueno. No he podido sonsacarle nada más porque algo le impedía seguir hablando.
Media hora más tarde está llamando a la puerta de casa. Cuando la veo se me cae el alma a los pies: sangra por la nariz, tiene la manga de la cazadora empapada de sangre y su aspecto es desastroso. La ayudo a despojarse de la cazadora. Lo que creía que era una mancha causada por la hemorragia de la nariz no es otra cosa que la sangre que brota de un corte que le cruza todo el antebrazo.
—Ulrica, hay que ir al hospital. Esto no tiene buena pinta.
—No, no. No quiero ir al hospital.
Como sé que no la convenceré y tampoco es el momento de discutir, vamos al baño e intento, con todo lo que tengo a mano, curar ese tajo. Después de un rato, que a mí me parece una eternidad, consigo parar la hemorragia. Entre tanto, ella se ha aplicado en atajar el sangrado de la nariz.
Hemos estado tan concentradas en lo nuestro que apenas si hemos cruzado unas palabras. La ayudo a lavarse, le preparo una muda, y después salgo del apartamento a limpiar el reguero de sangre que ha dejado en el ascensor y en la portería del edificio.
Cuando me ve entrar con el cubo y el paño empieza a pedirme perdón, a disculparse de forma aturullada; está tan avergonzada que le cuesta hilar las palabras. Me siento a su lado y logro calmarla. Me explica entonces que ha tenido una discusión con uno tipo y que todo se ha descontrolado. Al final, ha recurrido a mí porque no quería tener problemas con sus compañeras de piso si llegaban a verla en tan lamentable estado. Tampoco quería llamar a Ana porque anteriormente ya la había sacado de algún apuro.
Le pregunto directamente si lo de esta noche tiene que ver con el trapicheo con drogas. Me asegura que no; que está limpia, que no se dedica a trapichear, aunque me reconoce que antes había consumido con asiduidad. Al escucharlo me pongo en cuclillas frente a ella para poder mirarla directamente.
—Ulrica, si vuelves a esa mierda no voy a querer saber nada más de ti. ¿Me has entendido? Ya tengo bastante con el yonqui de mi hermano.
Baja la vista y asiente con la cabeza.
—Y como Ana y tú estáis tan unidas, no dudaré también en cortar con ella.
Ulrica levanta la vista alarmada y me dice con la voz entrecortada:
—Te juro que estoy limpia. No voy a volver a eso, de verdad. No soy una santa, pero lo de las drogas se acabó hace tiempo.
Estoy en la cocina tomándome una copa de vino; he pensado que el alcohol me ayudaría a coger el sueño. Hace ya bastante rato que Ulrica se ha acostado en el dormitorio de invitados: espero que ella sí haya podido pegar ojo.
Por culpa de mi hermano me he visto metida en situaciones mucho más truculentas que la de esta noche. ¿A qué viene entonces tener este nudo en el estómago que me tiene en vilo? Por supuesto que es una pregunta retórica: sé de sobra la respuesta. Miro con resignación adonde duerme Ulrica. No alcanzo a entender por qué estoy tan pillada por esta chica tan desastrada. Todo sería más facil si fuera… si no fuera ella.
Apuro la copa y me vuelvo a la cama.
LAS CARTAS BOCA ARRIBA
–Deberíamos haber evitado que Ulri escogiera la película. La próxima vez tú y yo nos ponemos de acuerdo antes de ir al cine –me dice Ana entre implorando y ordenando.
–No ha sido tan mala –se defiende Ulrica.
–Un auténtico bodrio, no había por dónde cogerla –le contesto riéndome.
Estamos en el apartamento de Ana. Ulrica está preparando gin tonics. Ana toma el suyo y se acomoda en el sofá. Yo me acerco al tocadiscos; tiene una colección de vinilos fantástica y siempre que puedo aprovecho para pinchar alguna rareza que voy descubriendo. Ulrica se acerca para darme mi copa.
–¿Pero le has puesto algo de tónica? –le digo después de sorberlo.
–Sois una blandas –me contesta burlándose.
Le pregunto a Ana, mientras le muestro un elepé de una cantante olvidada de jazz, cómo lo ha conseguido. Me mira sin contestar, como si no estuviera escuchándome. Su copa ya está vacía y se aferra extrañamente a la cazadora que ha dejado tirada en el sofá tan pronto ha entrado en casa.
Coloco el disco en el tocadiscos para que suene la primera canción. Me tomo un trago del gin tonic que me ha servido Ulrica y lo devuelvo a la estantería. Ana se ha levantado y viene hacia mí por detrás, e inesperadamente, se pega a mi espalda, bromeando. Pero cuando pasa su brazo por delante y me rodea las costillas de forma delicada pero firme, comprendo que es otra cosa. Su respiración se vuelve profunda y desacompasada, y la mía empieza a mimetizarla cuando me aparta el pelo de la nuca para besarme el cuello. Su gesto no es ni apremiante ni brusco. Estoy tan desconcertada que no soy capaz de decir o hacer nada. Ulrica nos mira sorprendida, incrédula. Deja su copa en la mesa y viene hacia nosotras. La tengo delante de mí, tan cerca, que debería cerrar los ojos y dejarme llevar, pero su mirada azul hipnótica me lo impide...
La persiana del dormitorio está bajada pero deja pasar la suficiente luz para percatarme de que Ulrica ya no está a mi lado, de que se ha levantado. Ana sigue en la cama, de espaldas, durmiendo. La sábana la cubre de cintura para abajo. Sus brazos enroscan media almohada, la cabeza reposa sobre la otra mitad.
Cierro los ojos. Necesito pensar en lo que ha ocurrido esta noche, y la oscuridad, aunque sea impostada, me ayuda. Me vienen a la cabeza flashes, y no me refiero a imágenes, sino a sensaciones muy vívidas: la vehemencia de Ana hacia mí, yo entregada a Ulrica, una rara sensación de que ella, en cambio, está siendo cicatera conmigo... mi cuerpo contrayéndose... La punzada en el pecho al advertir la avidez de Ulrica besando a Ana...
Ana se gira despaciosamente, como si mis pensamientos la hubiesen despertado. Se desliza desde el extremo de la cama hasta alcanzarme.
–Mi amor –susurra.
Me besa de forma casi subrepticia y se levanta de la cama.
EL JUEGO DE MALABARES
Ana continúa hablando con una pareja en el reservado del club donde hemos ido a parar esta noche. Hoy hemos salido con su grupo de amigas de sábados de baile y alcohol. Son bastante majas y, a veces, hasta nos divertimos. Ana parece más risueña y abierta últimamente; incluso ha incorporado a Ulrica más a menudo en estas salidas.
Una de las chicas me está contando no sé qué de su ex, pero entre la música y los gin tonics que he tomado no soy capaz de seguir el hilo; menos mal que Ulrica viene al rescate y me saca a bailar.
Hay tanta gente en la pista que Ulrica y yo nos movemos en un palmo, la una frente a la otra. La música, las luces, el alcohol... tener a Ulrica tan cerca y desearla, me llevan en volandas. De pronto, dejo de bailar, tomo su cara entre mis manos y la beso. A pesar de la vorágine que me envuelve percibo que mi urgencia no es la suya. Me da igual. Ahora solo pienso en salir de aquí con ella, en tenerla esta noche solamente para mí y en que solo esté por mí.
–Llévame a cualquier parte –le susurro al oído, casi suplicando.
–No.
–¿Quieres que le pida permiso? –le pregunto, señalando adonde Ana sigue de cháchara con sus amigas.
–Por favor, no lo estropees –lo dice mientras se pega a mí, sujetando mis manos con firmeza, como si se tomase en serio que lo voy a hacer.
–Sé que Ana y tú os acostáis sin mí. ¿Por qué tú y yo…?
–Ana y yo nos conocemos desde hace más tiempo –me interrumpe al momento.
–Vaya, no sabía que había premios por antigüedad en este tipo de... lo que sea que tengamos.
–¿Sabes qué es lo más gracioso? Que si le pidiera a Ana pasar la noche solo conmigo, no dudaría ni un segundo.
Me suelta las manos contrariada y vuelve a la barra.
Al momento me arrepiento de habérselo dicho; acabo de largarle una amarga certeza que Ulrica conoce de sobra.
Me acerco a Ana para decirle que me voy a casa.
–¿Todo bien? –me pregunta. No creo que nos haya visto discutiendo, pero Ana es muy perspicaz y enseguida se da cuenta si algo va mal.
–Me voy a casa, quiero dar un paseo y despejarme un poco. Hablamos mañana.
–Está lloviendo a cántaros –me dice extrañada.
–Llevo paraguas y ya me he acostumbrado a esta mierda de tiempo.
Mi respuesta la desconcierta pero enseguida sonríe y nos despedimos.
UNA VISITA INESPERADA
Ana me ha llamado para ir a almorzar al italiano de la esquina, así que cuando ha sonado el timbre, he abierto la puerta pensando que era ella.
–Hola –me dice sin más.
–¿Qué haces tú aquí?
Mi cara debe ser un poema; cómo iba a ser sino cuando te das de bruces inopinadamente con tu ex.
–¿Cómo has dado conmigo?
–Bueno, me tienes bloqueada, así que recurrí a tu hermano.
–Será bocazas...–digo entre dientes.
–Lo he encontrado bien, al contrario de la última vez, cuando estábamos juntas. Está con ganas, motivado...
–Ya, bueno, –la corto enseguida. –Le va a temporadas. Ya sabes lo complicado que es salir de eso.
No soporto su condescendencia cuando habla de mi hermano. No es que nunca me apoyara en sus recaídas y que se desentendiera del todo; hasta puedo entenderlo porque era un problema de mi familia, es que tuvo la desfachatez de incluirlo en su lista de motivos de nuestra ruptura.
Entra en casa y nos quedamos en un silencio expectante, aguardando a que la otra empiece a hablar. Siempre pensé que si nos volvíamos a ver no tardaría ni un segundo en vomitar toda la bilis que llevo acumulada desde nuestra dolorosa separación, y, ahora que la tengo delante, ni me salen las palabras.
–Estoy aquí por trabajo. Voy a quedarme una semana; bueno, cinco días en realidad, y quería pasarme para ver cómo estabas.
Tomo aire y, ahora sí, empiezo a sentir las ganas de sacarlo todo; de echarle en cara su engaño, su enorme cinismo, su comportamiento taimado e interesado, su… y aparece Ana. Como he dejado la puerta entreabierta Ana ha entrado sin llamar. Se sorprende al vernos. Le presento a Beth. Enseguida comprende que se trata de mi ex. Me mira preocupada por cómo lo llevo, pero mi expresión, extrañamente, sigue impertérrita. Ana se presenta como mi vecina, y al segundo de decirlo, le paso el brazo por la cintura para traerla hacia mí.
–Vecina y pareja –aclaro.
Ana se tensa, me sonríe pero se separa al momento, incómoda.
–Seguro que tenéis de qué hablar. Te llamo luego –dice, despidiéndose.
Antes de cerrar la puerta me lanza una fría mirada.
Sé muy bien lo que Ana siente por mí y creí que no le importaría si la presentaba como mi pareja, que incluso le gustaría. Pero me ha dejado claro que no le ha hecho ni pizca de gracia mi burda maniobra de utilizarla para intentar fastidiar a mi ex.
–Mira Beth, si te he bloqueado es por algo. No quiero saber nada de ti.
–Tu hermano me dijo que estabas muy jodida y solo quería asegurarme...
–¡Ya vale! –la interrumpo. –Mi hermano no sabe de lo que habla. Estoy muy bien y además no creo que, ni remotamente, tú y yo podamos tener algo parecido a una amistad.
He quedado después con Ana y Ulrica en una cafetería del centro a la que solemos ir. Cuando me ven aparecer, las dos me miran intrigadas por cómo ha acabado mi inesperado encuentro con mi ex. No detecto en Ana ningún signo de enojo por lo de antes. Creo que la expectación le puede más.
Les explico que luego de irse Ana no nos hemos alargado mucho, ni he visto el momento de echarle la caballería encima.
–¿Te ha dicho por qué ha venido?¿Entonces, la vas a volver a ver? –Me pregunta Ana, con una sombra de preocupación.
–Según ella está aquí por trabajo y solo quería saber de mí ya que creía, por boca de mi hermano, que yo no estaba bien. Pero si os digo la verdad, no me lo acabo de creer. Beth no da puntada sin hilo y me extraña tanta preocupación ahora. Creo que debe tener problemas con su novia intelectual. Siempre he creído que Beth no encajaría ni en su círculo de amistades y conocidos ni en el de su familia.
–¿Has mirado en las redes sociales si ya no están juntas? –me pregunta Ulrica.
–Beth se guarda muy mucho de exponerse; solo aparece en las webs profesionales y en las de su trabajo.
Saco el móvil y le muestro a Ulrica algún evento de su empresa donde aparece ella. Ana se acerca también para verlo.
–Estas fotos no le hacen justicia; en persona mejora mucho –dice Ana, mirándome con una mezcla de extrañeza e intriga.
Seguro que está pensando cómo es que estoy tan prendada de alguien como Ulrica, tan diametralmente opuesta a Beth. Lo mismo le podría preguntar yo a ella, de mí y de Ulrica; porque más antagónicas no podemos ser. Quizá Ana tenga debilidad por las almas lastimadas, perdidas... Ulrica; desarraigada en un país extraño, sin familia ni medios. Yo; devastada por una ruptura, sola en una ciudad hostil. «¿A esto te dedicas Ana, a recogernos como pajaritos con la pata quebrada; y después, cuando creas que nos podamos valer, a buscar la siguiente? ¿Esto es lo que nos espera a Ulrica y a mí?». El corazón se me encoge, como si ese abandono que auguro se me presentara allí mismo.
Alzo la vista y veo a Ana observándome, percibiendo mi desamparo. Ni me he dado cuenta de que Ulrica se ha levantado de la mesa para ir al baño. Ana pone su mano encima de la mía y me dice:
–Ven esta noche a casa. No te dejaré… no te dejaremos sola.
–¿Esto que tenemos no va a acabar mal, verdad? –pero más que una pregunta es una súplica, para que me asegure de que irá bien, de que las cosas no se torcerán.
Ana, sin embargo, se limita a encogerse los hombros. Giro mi mano y tomo la suya con fuerza para hacerle ver que necesito oír de su boca esa respuesta. Me sonríe para que me calme pero acaba solo por decirme:
–Esta noche, para variar, me encargaré yo de preparar los gin tonics.
Mientras esperamos a que nos sirvan y degustamos un excelente borgoña que el maître le ha recomendado, me pone al día de su familia; de la mía no le hace falta gracias a mi 'querido' hermano. Me pregunta cuánto tiempo llevo con Ana y si todo va bien entre nosotras ya que notó cierta tensión el día que la conoció. Obviamente la saco de dudas asegurándole que todo va a las mil maravillas. No espera a que yo pregunte por su novia, me lo cuenta ella directamente: su relación marcha sobre ruedas e incluso ya tienen planes de boda. En ese punto de la conversación ya nos habían servido la cena y al escucharlo he sentido al instante que mi estómago no admitiría ni un bocado más. Ha sido como retroceder cuando descubrí que llevaba un año engañándome con la galerista.
La empresa donde Beth trabajaba, y sigue trabajando, llevaba años ganando tanto dinero que la cúpula directiva decidió canalizar parte de los beneficios creando una fundación y aprovechar de paso el prestigio y la publicidad de financiar proyectos sociales y culturales. Entre estos figuraba montar exposiciones de arte y, para asesorarlos, contrataron a una reconocida especialista en pintura moderna y contemporánea que además tenía su propia galería.
En descargo de la galerista he de admitir que el cambio de Beth empezó antes de conocerla, fue algo gradual e inexorable.