La chica entra en el vagón de un salto, justo cuando las puertas se están cerrando. Mira el plano del metro y después me mira a mí... vuelve a mirar el plano y me vuelve a mirar a mí.
–¿Este va para la Plaza del Centro? –me pregunta finalmente, resollando, con cara de angustia.
–No. Te has equivocado. Va en dirección contraria.
Se echa las manos a la cabeza.
–Tranquila –le digo. –Si te bajas en la siguiente parada y cambias de sentido llegarás en quince minutos.
Pero lo que le digo no parece tranquilizarla en absoluto y empieza a llorar.
–¡Me quiero morir! Es que me he peleado con mi novia, y no sé si me esperará allí...
–Llámala por teléfono, hay buena cobertura.
–Se me ha agotado la batería –me contesta llorosa.
Busco en mi bolso. Milagrosamente doy con el móvil a la primera. Se lo alargo. La chica me mira entre aliviada y agradecida, pero al instante le vuelve a cambiar la cara. Me devuelve el teléfono y empieza a llorar otra vez.
–Es que no me sé su número.
«Pues vamos bien» pienso, «se quiere morir por alguien de quien ni se sabe su teléfono».
El convoy se detiene, las puertas se abren y la chica sale disparada sin decir ni mu. «Muy educada y agradecida» me digo mientras la veo correr por el andén.
La mujer que tengo enfrente me mira. Las dos entornamos los ojos y nos sonreímos.
Vuelvo a mi ensoñación habitual de cuando viajo en metro. El convoy empieza a frenar al entrar en la estación donde tengo que bajarme. La mujer de antes se ha sentado dándome la espalda. Me doy cuenta de que está mirando fijamente la pantalla de su móvil memorizando números de teléfono.
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