miércoles, 12 de agosto de 2009

"Mujer en la ventana"

–Pero usted me dijo que el representante, marchante o como narices se llame, aceptaría mi oferta, aquí tengo el cheque por los veinte mil euros.
–Mire, lo siento mucho pero fue una terrible confusión: al parecer la pintora no quiere venderlo ni por esa cantidad. Lo siento de veras... –me dijo la responsable de la galería de arte.
Estaba desesperada, miré a mi alrededor y me sentí aún peor al comprobar que habían desmontado la exposición y que el cuadro ya no seguía allí. Abrí el catálogo y lo volví a contemplar “Mujer en la ventana”, año 2005. Me acordé de Harriet. “Estás enferma”, me había repetido una y otra vez. ”A tus treinta y siete años, no has tenido una relación que haya durado más de seis meses, dices que no te has enamorado nunca, y vas y te prendas del retrato de una mujer que mira por una ventana. ¡Esas cosas sólo pasan en las pelis! La gente no va por allí enamorándose de un cuadro”.
Al final derrotada, solía decirme, como implorándole: “tengo un amigo, un profesional, ya sabes..... un psicólogo muy bueno que te puede echar una mano”.

Desde que vi ese cuadro por pura casualidad en una exposición retrospectiva de una pintora de la que jamás había oído hablar, cada noche soñaba con esa mujer y cada noche era lo mismo. En mi sueño, la mujer del retrato estaba sentada en una café de principios de siglo pasado, sin tomar nada, como si esperara a alguien. El local estaba vacío. La mujer cogía un cigarrillo de su pitillera. Yo me acercaba y me sentaba al otro lado de su mesa. Ella me sonreía mientras sostenía su cigarrillo apagado, entonces yo tomaba mi encendedor, me inclinaba levemente hacia la mujer y le prendía el pitillo; ella arqueaba una ceja más que la otra mientras sus ojos verdes seguían mirándome por encima de la llama, sin dejar de sonreír. Yo volvía la cabeza para encenderme el mío y entonces la mujer me decía, mientras miraba a través de los ventanales: “hace un día precioso, ¿le apetece dar un paseo?” Y sin dejar de sonreír, volvía a mirarme con sus ojos intensos, más brillantes aún, como si hubieran atrapado la luz de fuera. Y aquí acababa el sueño. Pensé que teniendo el cuadro lograría continuarlo porque mientras estaba allí, hipnotizada por esa mujer extraña, todo era perfecto.

Por megafonía anunciaban que el tren llegaría en diez minutos. Si hacía este viaje era gracias a mi amiga Harriet. Fue ella a quien se le ocurrió la idea de concertarme una entrevista con la pintora con la excusa de que era una coleccionista muy interesada en su obra. El plan era sonsacarle quién era la modelo. “Escucha, esto es lo que he pensado –me había empezado a decir-. Tú estás pirada por un retrato. Vale, la tía está buena, esto no te lo discuto, pero no es el retrato en sí, ¿me sigues?, es la mujer... Ergo tienes que conocer a la modelo; esa sí es de carne y hueso y quién sabe, con un poco de suerte igual hasta le van las mujeres”. Ni intenté explicarle que, probablemente, la modelo estaría a la altura del retrato, pero como todos los seres humanos estaría llena de esas pequeñas miserias que acaban por echar al traste su fascinación inicial. Su idea, sin embargo, me dio pie a otro plan: conocer a la pintora en persona para tratar de que me vendiera el cuadro. Ahora, cuando el tren estaba a punto de parar, me sentía fatal por haber engañado a mi amiga.

Desde que acordamos la entrevista, y de eso hacía un par de semanas, había estado documentándome sobre su obra y sobre otros pintores de bodegones y naturalezas muertas que eran su estilo. Curiosamente, el cuadro que tanto me fascinaba, se apartaba de su pintura habitual.

La pintora, de unos cuarenta años, era de trato agradable y muy sencilla. Siempre había pensado que los artistas eran gente altiva y enrevesada. Estuvimos hablando de su obra, de otros artistas pero también de cosas no relacionadas con la pintura. Después me enseñó su estudio, pero ni allí ni en el resto de la casa pude ver el cuadro así que le dije que me gustaría ver “Mujer en la ventana”.
–No está aquí –me contestó.
–En realidad me gustaría comprarlo –le solté sin rodeos.
La pintora me contestó que no me lo podía vender por la sencilla razón de que no era suyo.
Esto sí que no me lo esperaba. ¡Seré idiota! pensé. En un instante me pasó por la cabeza todo el esfuerzo y el tiempo invertidos, eso sin contar con mi absoluta, y como siempre, sobrada seguridad de poder convencerla para que me vendiera el cuadro.
–No es posible... creí... me informaron de que era tuyo...-balbucí, incrédula.
–Bueno, en realidad se lo regalé a la hermana de mi madre, a mi tía –me aclaró–, y créeme le ha cogido cariño: ha rechazado ofertas muy interesantes...
Y volví a sentirme más idiota aún al recordar el desagradable episodio con la galerista y mi cheque de veinte mil euros.
–¿Crees que sería posible convencer a tu tía para que...?
Y en ese instante apareció una mujer que traía una bandeja con café y pastas. Era muy elegante y de extraordinaria belleza. Tenía un parecido muy notable con la pintora, por la edad deduje que se trataría de su madre.
–Creo que tú misma puedes intentarlo –y me presentó a su tía.
Nada estaba perdido, me dije aliviada. Tuve la corazonada de que la coincidencia de su visita con la mía era una señal de que lograría comprarlo al fin.

Decidí tratarla un poco antes de sacar el tema. Empezamos a charlar y enseguida me sentí muy a gusto: era como si ya la conociera de algo y tuve la impresión de que a ella le ocurría lo mismo. La pintora se retiró excusándose que tenía compromisos pendientes.

Hablamos tanto que hasta me olvidé completamente del cuadro. Entonces me fijé en una fotografía que estaba en una repisa. Me levanté para observarla de cerca; era antigua pero conocía muy bien ese rostro: era la mujer del cuadro.
–Cómo cambiamos con el tiempo –me dijo la mujer, lacónicamente.
–Entonces usted... ¿usted es la “Mujer en la ventana”?
–Digamos que soy ella con bastantes años más -y se sonrió-. Mi sobrina cogió esa foto de hace... bueno, vamos a omitir esos intrascendentes detalles -volvió a sonreírse-, como modelo para pintar ese cuadro.

Me senté otra vez y la miré con detenimiento. Observé sus facciones, sus ojos verdes, sus cejas... Era ella, sin duda, y ocurrió... como si se tratara de una coreografía ensayada: la mujer sacó una pitillera de su bolsillo, me ofreció un cigarrillo y cogió otro para sí; tomé mi encendedor y mientras le prendía su pitillo ella seguía mirándome por encima de la llama, sonriéndome; me fijé que arqueaba una ceja más que la otra. Encendí mi propio cigarrillo mientras ella miraba a través de la ventana. Y lo dijo:
-Hace un día precioso, ¿le apetece dar un paseo?-. Y se volvió hacia mí, clavándome sus ojos verdes.

En aquel momento supe que el sueño continuaría de verdad y que todo sería perfecto.

1 comentario:

ISABEL dijo...

Brillante, genial, como tú...