sábado, 4 de agosto de 2012

La chica que vino del este

Sórdido, solo me viene a la cabeza esta palabra. La ciudad, sus gentes, mi barrio; el manto plomizo de este clima lo abate todo, como una invasión silenciosa y despiadada de la que nada ni nadie sale indemne.

-A Ulrica la conozco desde hace un año -me cuenta mi vecina Ana, una de las pocas personas con las que he trabado cierta complicidad desde que me he instalado aquí-. Es de Macedonia...
-¿Es griega, entonces? –la interrumpo.
-No, no de la República de Macedonia. Menuda trifulca tienen con los griegos por el nombre de marras. Si supieran que para nosotros es un postre, -se ríe y bebe un sorbo de café-. Ya ves, así somos los humanos, capaces de montar casi una guerra por un simple nombre. Y después nos extrañamos de las barbaridades que hemos cometido. En fin, como te decía la familia de Ulrica lo pasó muy mal, primero por la guerra de los Balcanes y después por el conflicto del Kosovo. Ella se marchó porque no veía ningún futuro y bueno... aquí va haciendo cositas... pero nada seguro, -baja la vista y nos quedamos en silencio.

Al día siguiente, cuando volvía de trabajar, me topé con alguien que se había sentado en la escalera, delante del rellano de mi apartamento. Primero pensé que era un chico por su vestimenta, por su gorra calada, y por el pelo, rapado a lo militar. Apenas alzó la vista y le pude ver la cara, me di cuenta en seguida de que se trataba de la chica macedonia. La saludé con un escueto hola y ella musitó lo mismo. No sé si me perturbó más su mirada azul, afilada como un puñal o el gesto de encogerse y restregarse el brazo izquierdo con la otra mano, como lo había visto hacer tantas veces a mi hermano, colocado hasta las cejas, cuando bajaba a buscarlo por los soportales del puerto.
Cerré la puerta del apartamento sin volverme, con el corazón encogido.

-Ni loca le dejo las llaves del apartamento -me dice Ana-. Es capaz de invitar a sus amistades sin que esté yo. Ulri es legal pero las otras... Algunas son macedonias, como ella, aunque sospecho que en realidad se trata de albanesas, pero me lo oculta. Cree que tengo prejuicios, y no es verdad, te lo aseguro; solo que no me gustan los trapicheos de esta gente...


Cuando salimos un día de copas, Ulrica nos acompañó. Los bares eran sórdidos, como no podía ser de otra manera en esta ciudad. Ana notó mi desánimo y me tomó del brazo cariñosamente. Ulrica nos observaba con curiosidad. La mirada escrutadora que recordaba del primer día se había esfumado y, aunque su afabilidad y atención no parecían impostadas, su forma de mirar seguía incomodándome.

-No sé si pedir el traslado a esta ciudad fue un error -le confieso a Ana-. Pero estaba tan jodida por lo de mi ex que no dudé en poner tierra por medio.

-No te preocupes, Ulri y yo te cuidaremos y no dejaremos que puedan contigo, -me contesta antes de besarme en la mejilla-. No te muevas, voy a por las copas.
Ulrica se aproxima entonces. No creo que haya escuchado nuestra conversación pero estoy segura de que Ana la tiene al corriente.

-El otro día, en la escalera, no te asusté ¿verdad? -me pregunta con un fuerte acento.
-En absoluto -le respondo-.
-Yo no suelo estar así, como me viste. Aquel día era un mal día para mí...
-No te preocupes, todas podemos tener algún día malo -le digo para zanjar el asunto.

Nos quedamos en silencio un momento. Se acerca a mi oído y me susurra:

-Me alegro de que Ana y tú seáis amigas. A ella le cuesta. Todo lo contrario que yo. Hago amistades con demasiada facilidad.

Le aclararía que Ana no debe considerarme todavía una amiga porque jamás me ha mencionado su relación íntima. Solo me habla de ella como si se tratara de una amiga, eso sí, una amiga un poco descarriada y necesitada de su ayuda. Supongo que la diferencia de edad, o la vida que lleva Ulrica deben pesar demasiado.



Los días se suceden con la monotonía de siempre. Trabajo hasta tarde para no tener que llegar pronto a casa. La noche es un bálsamo; camufla el perenne cielo encapotado, disimula la fealdad de esta ciudad, emborrona los rostros de abulia de sus habitantes. Aunque hay otra razón más poderosa para alargar mi jornada laboral: no tener que toparme de nuevo con Ulrica a solas. Me siento vulnerable si no está Ana.

Últimamente veo poco a Ana. Somos vecinas, así que tenemos oportunidad de encontrarnos a menudo, y, sin embargo, nuestras salidas se han espaciado y las conversaciones se han vuelto más banales. No creo que se haya dado cuenta del desasosiego que me produce Ulrica. Cuando coincidimos las tres, mi trato es normal, con el preciso punto de displicencia que, sin ser desdeñoso, me resguarda de ella.


Se oyen risas y voces en el rellano de la escalera. Son las dos de la mañana. Suena el timbre de mi apartamento. Cuando abro la puerta, Ana aparece sonriente y bastante borracha.

-Anda ponte algo y ven a mi casa que celebramos el cumpleaños de Ulri -me dice blandiendo una botella de vodka.

Se queda apoyada en el quicio de la puerta, sin ninguna intención de moverse si no la acompaño. No me queda más remedio que vestirme a toda prisa, con lo primero que pillo. Se tambalea de forma lastimosa. Le paso el brazo por la espalda para evitar que se desplome y la llevo a su apartamento. Allí está Ulrica y tres amigas más. Dos de las chicas deben ser algunas de las albanesas de las que Ana me había hablado.
Cuando nos ven aparecer solo Ulrica se acerca para ayudarme. La llevamos directamente al dormitorio. Ella se resiste porque quiere poner música.

-Quiero bailar contigo -dice dirigiéndose a mí. Apenas puede vocalizar. Las otras se ríen de su torpeza
-Claro, busco una canción y vengo a por ti, -le respondo mientras la acomodo en la cama.

La chica que no es extranjera le dice a Ulrica.
-Ni un tío bebe como vosotras. ¡Joder con las albanesas! ¿qué os dan de pequeñas, vodka o leche para mamar?

Ulrica la fulmina con la mirada, se acerca a la puerta y la cierra de un portazo.

Nos quedamos las tres solas en el dormitorio. Ulrica se arrodilla cerca de la cama, toma la mano de Ana y empieza a hablarle cerca de su mejilla, mezclando palabras de su idioma con otras que entiendo demasiado bien. Salgo de la habitación para irme directamente a mi apartamento.

Cuando estoy a punto de entrar, aparece Ulrica tras de mí.
-Gracias por ayudarme con Ana. No debimos haberte molestado. Ha sido un error. Ahora mismo echaré a esas pesadas de su casa...
-No ha sido nada -le respondo secamente.
-Ana te quiere -me dice de pronto.

El corazón me da un vuelco, por un momento pienso que habla de ella y no de Ana. Pero está hablando de Ana, la misma Ana a quien se ha dirigido en el dormitorio, la misma Ana con la que intima. Cierro los ojos apesadumbrada. Entonces se acerca y toma mis manos. Su expresión, afectuosa, contrasta con la determinación con que me sujeta las manos, como si quisiera asegurarse de que lo he entendido, de que no estoy excluída.
Estoy a punto de echarme a llorar. Una extraña, retraída y acogotada, aparece en sus vidas, y su forma de acogerla, de ofrecerle su hospitalidad no es otra que quererla.

-Yo también la quiero -le contesto.

La lluvia arrecia fuera y aún así, por primera vez, empiezo a sentirme reconfortada en esta ciudad.

-¿Verdad que no le dirás que soy albanesa? -me dice Ulrica.
-Ana ya lo sabe -le respondo.
-¿Desde cuándo?
-Yo creo que desde siempre.

viernes, 18 de mayo de 2012

Arvo Pärt

-A mi madre le hubiera gustado que sonara esa pieza en su funeral -insiste mi hermana.

Pero el de la funeraria nos repite que el repertorio solo incluye esa lista que, a modo de menú, nos han entregado para elegir. Una amalgama que va desde el “Nessun Dorma” de Puccini, pasando por “Let it be” de los Beatles, el “Ave María” de Shubert o... ¡el “Candle in the wind” de Elton John!

-Si quieren contratar otros músicos... pero la póliza no cubre ese extra.

Mi hermana me toma del brazo y nos apartamos unos pasos.

-Podemos hablar con tío Fred, igual consigue que la aseguradora lo pague... -me susurra ella.
-Fred trabaja en seguros de coches, no de muertos.... digo de decesos -la corto en seco.
-Bueno, quizá tenga contactos...
-Claro.... pero ahora no nos hacen falta talleres de reparación que hagan la vista gorda haciendo pasar como accidentes tus torpezas aparcando -le contesto irritada, harta de sus ocurrencias.

Me acerco de nuevo al hombre que empieza a impacientarse.

-El caso es que ya no nos da tiempo a contratar a nadie. Tal vez podrían hacer una excepción.

El hombre me mira como si le estuviera pidiendo la luna.

-No es posible. No creo que tengan la partitura y además están los derechos de autor...

En ese momento veo que una chica con un violín sale de una de las capillas.

-Denos diez minutos para elegir -le digo al tipo blandiendo la lista.

El hombre masculla algo y se va contrariado. Aprovecho entonces y sigo a la del violín para alcanzarla adonde el hombre no pueda vernos.

-Perdona, ¿mañana trabajas a las seis de la tarde? Es que quisiera preguntarte algo sobre esto -le digo mostrándole la lista.

-Sí, toco a esa hora -me responde sorprendida.

-Para el funeral de mi madre nos gustaría que sonara una pieza que era muy especial para ella, pero no está aquí. Se trata de una obra de Arvo Pärt: “Spiegel im spiegel".

Viendo cómo me observa me doy cuenta de la pésima impresión que le debe haber causado mi inopinada petición. La chica, antes de decirme nada, se acomoda el arco y el violín bajo el brazo; mira a su alrededor, como si buscara la respuesta por algún rincón, aunque me da que solo está tratando de encontrar las palabras más apropiadas para librarse de mi, pero inesperadamente acaba por decir:

-Toco en un grupo de cámara que solo interpreta música de la segunda mitad del siglo XX y la tenemos en el repertorio.

-Gracias a Dios hay vida más allá de Mozart y Vivaldi -le contesto animada por la coincidencia, y, por qué no, para congraciarme con ella.

Se queda mirándome con cara de circunstancias. Al momento me doy cuenta de la tontería que acabo de decir. Lleva la partitura de “Candle in the wind” en la mano. Pero para mi sorpresa, me saca del apuro diciendo:

-El pianista que me acompaña aquí también está en el grupo, así que ambos la conocemos. Mañana la tocaremos, no habrá ningún problema.


La ceremonia transcurría con la normalidad que se espera en esta liturgia. Los más allegados a mamá intentábamos llevar lo mejor que podíamos nuestra aflicción. Mi hermana, desconsolada, no paraba de llorar. Y entonces arrancaron con Arvo Pärt y ocurrió. Los sollozos cesaron: enmudecimos, como si el piano y el violín hubiesen tomado el testigo de nuestro duelo. Y todos, hasta los menos cercanos a mamá, emocionados, nos vimos arrastrados por la música intensa y profunda que emanaba de dos soberbios y desconocidos músicos. Ambos, concentrados en sus partituras, no parecían darse cuenta de la turbación que estaban causando.

Cuando terminaron, al capellán le costó seguir con la ceremonia, como si le diera reparo ocupar con su homilía el vacío que había dejado aquella pieza. Creo que hasta él estaba emocionado.

Miré a la violinista. Esperaba cruzar con ella alguna mirada para demostrale mi agradecimiento porque sabía que después sería muy complicado, pero mantenía la vista clavada en la partitura. Y así continuó hasta el final, aunque pude observar que la levantó fugazmente para mirar a mi hermana que había roto a llorar de nuevo.


Han pasado seis meses desde la muerte de mamá y todavía no he podido, no he querido volver a escuchar “Spiegel im spiegel”. De vez en cuando me viene a la cabeza la generosa violinista. No pude darle las gracias con todo el trajín al acabar la ceremonia. Me pregunto si no quedaría muy fuera de lugar volver a pasar por la funeraria. Todo esto lo pienso mientras estoy recogiendo el correo del buzón que, como siempre, está atestado de propaganda comercial. La comunidad de vecinos, para evitar que acabe en el suelo, ha puesto una papelera en el rellano para poder desecharla allí mismo. Y en eso estoy con una de las cartas con pinta de contener algún reclamo, cuando me fijo en que mi nombre y dirección están escritos a mano. La abro intrigada y descubro con sorpresa que contiene dos entradas para un concierto a cargo del “Grupo de Cámara Siglo XXI”, con una escueta nota manuscrita que dice: “Sí, a veces hay vida más allá de Mozart y Vivaldi”.

lunes, 6 de diciembre de 2010

La dueña del hotel

Vuelve a alisar la sábana. Observo sus manos como si las viera por primera vez. Si no las conociera tan bien se me antojarían ahora frágiles.

-Creía que las camas las hacía la chica -le digo por sorpresa desde la puerta que ha dejado abierta.

-Me he ocupado de tu habitación desde el primer día.

Su contestación seca y su mirada de soslayo me dejan desconcertada.

-Has vuelto muy temprano de tu paseo -me dice sin abandonar su tono de reproche mientras rodea la cama para alisar un pliegue revoltoso de la frazada.

-Demasiado viento. Además, el mar está tan embravecido que es imposible acercarse al espigón o ir por la playa.

-¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿En el check-out? -Me lanza de improviso.

Ahora sí me mira directamente a los ojos, con los brazos ligeramente abiertos, mostrándome las palmas de las manos. Vuelvo a reconocer esas manos nervudas aunque increíblemente delicadas.

Hago un ademán de volver la cabeza hacia el pasillo. Si acabo de comunicarle a su marido que me iré en un par de días, ¿cómo es posible que...? Miro la mesilla: el billete de avión impreso está a la vista. Me apoyo en el quicio de la puerta sin saber qué decir.

-Tienes tu vida montada aquí -empiezo aturrullada-. Tu marido, este hotel... Yo tengo la mía y no lo digo por Marta... no sé si volveré con ella... No puedo quedarme para siempre. Las dos sabíamos que esto no podía durar eternamente - termino por decir. Pero al momento me arrepiento de haberle soltado esa frase tan trillada.

Me muerdo el labio inferior; lo percibo salado. Afuera las olas siguen batiendo con furia contra las rocas.

Avanzo hacia ella, pero antes cierro la puerta tras de mí.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Mi hermana

Papá me guiña el ojo a través del retrovisor. Se lo devuelvo sonriendo. Miro por la ventanilla sin borrar mi rictus. Menos mal que le saqué de la cabeza la idea de contratar una limusina con chófer.

Mamá está todavía más nerviosa que yo. Ha bajado más de diez veces la visera para mirarse en el espejo y atusarse el pelo.

Siempre creí que no aceptarían mi relación con Marta y ahora están aquí, más emocionados que yo en el día de mi boda.

Y queda mi hermana, sentada a mi lado. Estoy segura de que al principio le costó un poco entenderme, es tan tradicional. Pero ahora es distinto. Creo que lo del casamiento nos ha unido como nunca lo estuvimos antes.

Suena su móvil.
-No... estaré ocupada todo el día. No puedo ir. En serio, no insistas. Además, estoy fuera... ¿Dónde? Pues... es que voy... Tengo una comida familiar y creo que se alargará un poco... Vale. Te llamo. Adiós.

martes, 21 de septiembre de 2010

El indeseable visitante

-¡Ya sé que son las doce de la noche pero tienes que venir a buscarme...! ¡Te lo suplico, ven! Me veo incapaz de vestirme y coger el coche.... ¡Por favor!

Es lo que pasa con las ex, o las apartas hasta convertirlas en un vago recuerdo, o se transforman en la omnipresente amiga-confidente-colega (todo eso que te hubiera gustado tener antes). El problema es la máxima que les rige a partir de entonces: la confianza no tiene límites.

Cuando abro la puerta de su apartamento miro con cautela y, por qué no decirlo, con aprensión el suelo. Toparme con un ratón tampoco me entusiasma.

Sigo hasta el salón y la veo sentada en el sofá, las piernas recogidas alrededor de sus brazos, con la cara metida entre las rodillas, llorando desencajada.

-Mañana pongo el piso en venta -me dice entre sollozos-. Ni me molesto en recoger lo que tengo. ¡No lo soporto! Cuando pienso que ese bicho ha podido pasearse por toda la casa, desde vete a saber cuándo...

Consigo calmarla un poco. Le propongo que pase unos días en casa, hasta desratizar y limpiar a fondo el apartamento.

Mientras estoy recogiendo ropa del armario no puedo dejar de pensar en la mujer que está llorando al otro lado de la pared, como si la audaz, resolutiva y hasta cierto punto osada persona que conocía se hubiera esfumado; pero no estoy decepcionada ni mucho menos sino enternecida.

Antes de salir del dormitorio cargada con su ropa, me fijo que detrás de la cómoda asoman un par de ojitos negros, brillantes, tras un hocico puntiagudo y pequeño. Entreveo que el resto no será mucho mayor. Nos miramos con pavor; aunque estoy segura de que si pudiera hablar aprovecharía para darme las gracias por llevarme a mi alterada amiga.

martes, 29 de junio de 2010

La quiosquera (de una capital de provincias)

-¿Tiene la guía gay de la ciudad?

La quiosquera mira de soslayo a derecha e izquierda, toma una publicación del puesto y me contesta bajando el tono de voz.

-¿Te la pongo en una bolsita de plástico?

El taller de escritura

-¿No crees que te limitas una poco si tus personajes son siempre lesbianas? -me pregunta una compañera del taller de escritura mientras nos tomamos un café en el bar.

-Chica, tienes telepatía –le contesto-, te iba a preguntar lo mismo sobre los tuyos.

La chica nerviosa (y algo dispersa)

El pulso acelerado me martillea la sien y, no obstante, sigo tratando de hilvanar en mi cabeza un discurso coherente para cuando acabe esta comedia y tenga que encararme a Anabel, que se ha sentado a mi lado y sigue charlando tranquilamente con otras comensales.

Restriego mis manos sudorosas sobre la pernera del pantalón. Piensa, piensa, me digo una y otra vez. Y por Dios, cuando le hables sé coherente, a ver si consigues que deje de tomarte por un bicho raro. Entorno los ojos descorazonada: con estos nervios no lo voy a conseguir.

-¿Te encuentras bien? -me dice la que está hablando conmigo.

-Sí, sí... sólo son mis lentillas... tantas horas me molestan... -me excuso.

Y retoma su monólogo. Hace rato que he dejado de escucharla aunque me cuido muy bien de asentir a cada pausa suya, no vaya a perder el interés y me deje en tierra de nadie.

Tiene que ser algo fácil, coherente... Ve a lo seguro, tira de lo trivial, me repito para calmarme. Pero sólo me viene a la cabeza el barbudo Perelman; el genial y excéntrico matemático que ha demostrado la conjetura de Poincaré. Ahora todos le reconocen el mérito, pero primero trataron de tumbar su trabajo y después unos chinos ¿cómo no? copiar su demostración. No me extraña que les haya dado la puerta en las narices a esos estirados y envidiosos matemáticos del Congreso Internacional...

-Y bien -me dice Anabel encarándose a mí aprovechando que mi vecina ha hecho una pausa en su tedioso monólogo-. ¿Qué me cuentas?

-Todo bien...todo bien... -le contesto aturrullada.

Se hace un silencio.

Me aclaro la voz y continúo:

-¿Crees que este verano será tan caluroso como dicen?

lunes, 7 de junio de 2010

La sustituta

La jefa del departamento de I+D, bandeja en mano, ojea la sala una y otra vez. Finalmente se dirige a mi mesa con paso vacilante, como si esperara hasta el último instante que alguien deje un hueco en otra parte. Cuando la alcanza me pregunta resignada, mirando la silla vacía que tengo enfrente.

-¿Está libre?

-Sí -le contesto sin más, y aparto el vaso y la botella de agua para que coloque su bandeja.

-Pensaba que a esta hora habría menos gente... -dice sin mirarme mientras se sienta.

A estas alturas no me molesta su displicencia, seguramente porque es la única que aún no me ha mencionado el gran parecido que tengo con Marta, la empleada fallecida cuya vacante casualmente he cubierto yo.

Hace dos meses que estoy en esta compañía y no hay día en que alguien no me lo recuerde. Pero mi gran parecido se acaba en ese punto: la apariencia. Ocurrente, simpática, extravertida... por lo visto la tal Marta los tenía a todos encandilados y yo, más bien, soy lo opuesto. Y ahí está el problema, la decepción que se llevan cuando me comparan, como si mi semejanza física me obligara a tener que ser como ella.

-¿Qué tal tu periodo de adaptación? -me pregunta al fin. Empezaba a creer que no cruzaríamos una palabra en todo el almuerzo.

-Extraño -le contesto-. Cubrir un puesto en estas circunstancias y la casualidad de nuestro gran parecido...

-No te pareces -me corta tajante.

-Me refería al físico. De lo demás, me ha quedado bastante claro que somos muy distintas -le replico con la misma contundencia, irritada.

-Yo también hablaba del físico.

Su respuesta me deja desconcertada. Ella, que no parece haberse dado cuenta, clava la vista en el vaso que ha tomado y continúa:

-Cuando llegas a conocer a alguien tan bien acaba siendo única, inmune a cualquier comparación.

Su mirada, siempre circunspecta, languidece ahora.

-Pero tú no te agobies. En nada, la mayoría olvidará a Marta... -concluye taciturna.

Se queda pensativa, sombría. Aparto la vista para no violentarla. Enseguida se da cuenta de que ha flaqueado; aprieta la mandíbula y endurece el gesto. Se hace un incómodo silencio.

-¿Sabes a lo que tampoco me acostumbro? -rompo al fin-. A esta comida -le digo señalando mi plato-. Tendré que traérmela de casa o buscar otros restaurantes.

Me mira fijamente, como si quisiera descifrar lo que pasa por mi cabeza. No sé si termina por desentrañar algo pero acaba suavizando su semblante hasta decirme:

-Ya debes suponer que no es un buen momento para mí... pero más adelante, tal vez pueda mostrarte algunos que están muy bien.

jueves, 6 de mayo de 2010

En la gasolinera

La transacción es sencilla y rápida. Yo le pido cuarenta euros de gasolina del surtidor número ocho; la cajera pasa mi tarjeta por la lectora, yo le firmo el recibo y al final me quedo con el resguardo. Entonces ¿qué falta hace aderezarlo hasta el empalago con “cariños”, “bonitas” y “reinas”? En este lapso me ha dedicado más que todas mis novias juntas.

-Cariño, bonita -me dice una vez más-, échame un autógrafo aquí.

Le entrego el comprobante firmado y le pregunto:

-¿Al final del día te quedan ganas de decirle cosas cariñosas a tu chico?
-No tengo pareja, cielo -me contesta sonriendo-. Pero quién sabe... Por aquí pasa mucha gente - y acaba guiñándome el ojo.

Y yo que creía que la habían trasplantado del puesto de un mercado... Ahora resultará que se vale de las carantoñas verbales para tirar la caña.

-Pero tranquila -sigue ella-, aunque me empareje, aquí seguirás siendo una reina.

Me quedo pensando si contestar, o reír, o despedirme sin más, o... hacerlo todo. La mujer que acaba de entrar y está detrás de mí, aprovecha para pedirle cincuenta euros de gasolina.

- En seguida, cariño. ¿Cuál es tu surtidor, cielo?

La rubia

La fabulosa rubia de sonrisa colgate que me ha abordado esta noche, insiste.
-De verdad que lo soy.
-¡Anda ya! -le contesto siguiéndole la broma.
-¡De verdad que sí...!. -vuelve a repetir entre risas.

Y así estamos hasta que en un gesto de complicidad, le apunto con el índice al vientre, con la intención de apretárselo, en plan pillina, pillina, no me mientas. Pero cuando lo intento, mi dedo se topa con una coraza pretoriana. Me fijo y no parece que por debajo de su camiseta de tirantes haya nada más que su abdomen.

-No te puedes imaginar lo dura que es nuestra preparación -se anticipa ella sonriendo ante mi atónita mirada-. En las Fuerzas Especiales de Intervención de la policía si no estás en forma te apartan del servicio en menos que canta un gallo. Somos la élite -me dice orgullosa.

Pues qué bien, pienso. Y qué chasco. Es poli de verdad y de las duras. No me lo esperaba y la verdad es que no me hace ni pizca de gracia. Con la excusa de pedir una copa me aparto para acercarme a la barra. Necesito un minuto para pensar si me abro o le sigo el juego. Mi colega aprovecha entonces para acercarse.

-¿Te has vuelto loca? -me dice alarmada- ¿Cómo se te ocurre dejarla sola? ¿No ves que ya la está rondando “la buitre”? Ay, que te vas a quedar sin rubia.

Observo a la que mi amiga llama “la buitre”; la reina del trapicheo de estos garitos, y ya ha abordado a la despampanante y aguerrida policía. "La buitre" nunca pierde el tiempo, aunque me da que esta noche su señuelo será su ruina.

-No hay nada que hacer -le contesto aliviada-. Se ve a la legua que están hechas la una para la otra.

viernes, 23 de abril de 2010

La tienda de muebles

La mujer que está a mi lado, mirando la tienda de muebles, se gira y me dice:

-Son preciosos pero carísimos.

La miro, me limito a asentir con la cabeza y vuelvo a echar otro vistazo el comedor expuesto. No le falta ningún detalle.

-¿Cogiendo ideas? -insiste la mujer.

-No, bueno... -le contesto sin muchas ganas de dar más explicaciones.

-Es que trabajo en la cafetería de enfrente y me he fijado que muchas tardes te quedas aquí, un buen rato, mirando la tienda, y me ha parecido que igual tenías interés en comprar algo, o que estabas tomando ideas para decorar...

La mujer se queda observándome, esperando una contestación. Desvío la mirada al cielo, sólo un segundo; suficiente para que su gris plomizo se precipite como una losa sobre mí.

-No, es que... -empiezo a decirle con desgana.

-Déjame que lo intente yo -me interrumpe-. Odias ir de tiendas y de escaparates pero cuando pasas por delante de una tienda de muebles distribuidos como en una casa, tienes que pararte a mirar. No los objetos por separado, sino el conjunto, porque esas estancias te sugieren lugares que has imaginado o que has visto en vivo, o en películas, o en fotografías... A veces, incluso, puedes figurarte a sus ocupantes pululando por allí.

Hace una pausa, como si quisiera asegurarse de que sus palabras causan el efecto que buscaba.

-No me mires así. No soy mentalista -se ríe ella-. Simplemente, tenía una amiga que hacía como tú. Ella me repetía, convencida, de que en realidad al ver esas estancias evocaba recuerdos de otras vidas anteriores.

La mujer suelta otra carcajada y sigue:

-¿Esa cara es de sorpresa porque otra persona hacía como tú, o de decepción al descubrir que no eres tan original? -y esta última palabra la entrecomilla con los dedos.

- ¿O ambas? -termina por decir.

Me la quedo mirando atónita. No creo ni que mi madre, en cien vidas, conseguiría leerme tan bien como acaba de hacer esta desconocida.

-¿Hablas en pasado de tu amiga porque le ocurrió una desgracia? -le contesto.

La mujer sonríe.
-No exactamente -me responde.

Se vuelve hacia la cafetería y dice.
-El café es muy bueno. Te invito a una taza mientras te lo cuento.

-¿Tu jefe no te echará la bronca?

La mujer se rasca la barbilla pensativa y contesta:
-Soy dura conmigo misma pero no hasta el extremo de abroncarme.

Mira el cielo y termina por decirme:
-Creo que una taza de chocolate te sentará mejor.

martes, 23 de marzo de 2010

Mi madre

-Mamá, ya no estoy con Alicia. Se ha acabado.

Cuando hablo de Alicia nunca me mira abiertamente, siempre busca una ocupación para fijar su atención. Mi madre es de reacciones previsibles y simples, muy simples.

Pero hoy me mira fijamente, como si quisiera hurgar en mi cabeza. Adivino en su expresión una mezcla de alivio y remordimiento. No, no quiero que se sienta mal. Le sonrío.

-Lo de ir con mujeres ¿se ha acabado entonces?

No le contesto. Una expresión de angustia invade su rostro.

-Niña, pues ya sabes que de esto a tu padre, nada de nada.

......

-Feliz cumpleaños.
-Te has acordado... -me dice sorprendida.
Le confesaría que nunca he estado en la Luna, que mi indolencia era impostada.
-¡Claro!... aunque una ayudita nunca viene mal- le contesto entre risas, señalando a sus amigas.

También le contaría que a veces soy una magnífica embustera.

La mudanza (homenaje a Carver)

Apenas puedo sostener la bolsa que cuelga de mi hombro. La maleta está más atiborrada aún; no creo que las ruedas aguanten hasta la parada de taxis. Echo un último vistazo al apartamento.

-Quiero que sepas una cosa -le digo antes de cruzar la puerta, intentando disimular mi rabia y mi humillación.

Rebusco en mi cabeza y no atino el qué.

martes, 9 de marzo de 2010

La entelequia

El detective no se extrañó del encargo. Se limitó a examinar la foto de antiguos alumnos y a tomar algunas notas. Yo, al principio, estaba algo cohibida, pero la impasibilidad de aquel hombre me hizo ver que, probablemente, algunos clientes debían pedirle cosas más extravagantes que encontrar y espiar a una mujer de cuarenta años, de nombre Alba Baeza. Tres meses después, vuelvo a estar en su despacho. Con la misma imperturbabilidad de la vez anterior, el investigador me entrega el dossier. Me dice que contiene fotos recientes e información sobre horarios y lugares que frecuenta. El detective me sugiere que, antes de liquidar la cuenta, lo revise por si no me parece lo suficientemente completo. Pero rehúso. No quiero ver las fotos de la actual Alba ni descubrir qué es de su vida en este despacho frío y funcional, así que, sin ojearlo, pago la minuta y me encamino hacia la puerta. El detective abandona, por una vez, su semblante gris y distante, y mientras me estrecha la mano para despedirse, me sonríe deseándome mucha suerte. –Era una época complicada... y no pudo ser, nos faltó el coraje, la sinceridad, qué sé yo... A partir de entonces, ya nada fue igual para mí. Pero decidí ponerme el mundo por montera y vivir como me apetecía. Reconozco que no fue fácil. Hay que ser valiente. A veces, es más cómodo esconder los sentimientos bajo la alfombra que aceptarlos. Al oír esto levanta la vista y pregunta desafiante: –¿Adónde quieres ir a parar? –Creo que lo sabes muy bien. –No tienes ningún derecho –empieza a decir, clavando su mirada como si quisiera asegurarse de que se la va a entender bien–. Fuiste tú la que te esfumaste sin decir nada. No sabes cuánto te eché de menos. Yo creí que éramos amigas, que nos queríamos. Confiaba en ti. Me hubiera ido contigo al fin del mundo si me lo hubieras pedido, sin importarme nada ni nadie. Pero tú, tú tomaste el camino fácil. Te largaste por tu propia voluntad y me dejaste sola. Tu hermano me contó que no te fuiste obligada. ¿Sorprendida? No te atrevas a juzgarme. Yo salía con Javier pero tú con Luis ¿no te acuerdas? Pretendes darme lecciones de valentía porque después te liaste con mujeres ¡Pues felicidades! ¡Te haremos un monumento! Pero yo necesité de tu valentía antes. Y no pienses que después no he vivido como he querido y con quien me ha apetecido. –Y en un tono más suave acaba diciendo–. No creas que te guardo rencor. Cuando nos encontramos el otro día, no vi más que a una antigua amiga a la que quise mucho, y con la que me apetecía salir un noche para recordar las cosas buenas de aquellos tiempos. Todo lo demás está olvidado, es historia... Baja el tono y no puedo oír más. Se levanta de la mesa para encaminarse al baño pero antes la otra mujer le contesta algo que tampoco alcanzo a oír. Ésta, visiblemente nerviosa, se enciende un cigarrillo mientras la espera. Me mira derrotada. Ni siquiera parece importarle que pueda haberlas escuchado. Lo acaba de entender ahora. Pero a mí no me hará falta saberlo por boca de Alba. Miro su dossier sin abrir que tengo sobre la mesa. Le pido la cuenta al camarero y al salir me acerco al contenedor de basura.

lunes, 15 de febrero de 2010

La cena

-¡No me digas que lo que me ha hecho es normal...!
Asiento, pero sólo de manera sutil; tengo a su pareja a mi lado, degustando un delicioso pollo tikka masala. Por tanto, no puedo tomar partido, debo mantener una prudente neutralidad aderezada, eso sí, con una pizca de comprensión.

-¿Y qué esperabas después de lo de la semana pasada? -interrumpe ésta, reclamando ahora mi atención.
Me vuelvo hacia ella y repito el ritual de asentir levemente. Y así se pasan toda la cena, turnándose para lanzarse toda clase de dardos, a cual más envenenado.

Qué ingenua soy, me digo; esperaba que, por una vez, pudiera yo desahogarme con ellas. La paradoja es que, cuando están solas, no se pelean. Para ese menester necesitan una depositaria de sus reproches que muestre comprensión a partes iguales.

-Tú querías contarnos algo... ¿verdad? -me pregunta finalmente una de ellas, mientras apura el café.

Una perfecta y tontaina depositaria, para ser más exacta.

jueves, 4 de febrero de 2010

Tara y Vini

-¿Tara? ¿Tu perra se llama Tara?

-Sí, bueno... por “Lo que el viento se llevó”... -le contesto.
No tiene ni idea de lo que le estoy hablando pero sale airosa con un:

-Veo que te pirran los clásicos.

Más bien me pirra Vivien Leigh, pero no iba a llamar así a mi bobtail. Hace el gesto de acercarse a Tara para acariciarla pero se detiene y me dice:

-Más vale que no, sino a Fivi le dará un ataque de celos y la liaremos-. Se vuelve hacia su golden retriever y, mientras la acaricia, le dice entre risas:
-¿Verdad que eres una celosita del carajo, Fivi? Sí, sí... igual que la dueña, -se yergue y me pregunta-. ¿Crees que los perros acaban pareciéndose a sus amos?

-Sí, claro, terminan mimetizándonos -le contesto tajante.
Y es acabar de decirlo cuando Tara hace algo que jamás le había visto hacer antes: intenta montar a Fivi. Tiro de la correa para apartarla enseguida, pero es tan larga que hasta que no consigo tensarla, y eso me lleva unos eternos y abochornantes segundos, no logro hacerla bajar. La mujer se ha quedado tan sorprendida que solo acierta a decir:

-Vaya... nunca había visto montar una perra a otra. Entre machos sí... Creo que leí en alguna parte que las vacas lo hacen... eso de montarse...

Se agacha para acariciar a su perra que no se ha mostrado muy molesta con los modos de Tara.

-Qué raro -me dice-. Fivi es muy arisca con los perros, si la intentan montar se revuelve furiosa.

A duras penas consigo sujetar a Tara que insiste en acercarse a Fivi. Qué vergüenza me está haciendo pasar la maldita perra, aunque la otra podría colaborar un poquito y mostrarse más hosca.

Logro calmarla y nos quedamos en un embarazoso silencio que nos apresuramos a romper hablando a nuestras respectivas del modo bobalicón que se emplea con lo perros y que yo tanto odio. Menos mal que la mujer termina por dirigirse a mí porque el repertorio de estupideces se me estaba agotando y Tara empieza a mirarme rara.

Me cuenta que acaba de mudarse, que no conoce mucho el barrio y que si vengo a menudo a este parque. Le contesto sin mirarla, mientras acaricio a Tara, todavía ruborizada por lo de antes. Me hace un par de preguntas más y mientras le estoy contestando, levanto la vista para mirarla abiertamente. No me pareció especialmente atractiva cuando la observé en el parque, hace un rato, antes de que se aproximara y me preguntara por Tara, pero ahora no estoy tan segura... De cerca, esta mujer gana mucho. No estaría mal indagar si está casada, si tiene pareja y esas cosas... Mi dudas se disipan en parte cuando una de las niñas que correteaba por allí se aproxima llamándola mamá. La mujer le pasa la correa y la niña se aleja unos metros para jugar con la perra. Liberada de Vini , aprovecha para acercarse y acariciar a la mía.

-Es preciosa -me dice-.
Miro orgullosa a Tara que está encantada de triscar con la mujer.

-¿Sueles venir aquí a estas horas? -me pregunta, mientras se pone en pie
-Más o menos. Si coincidimos la ataré más corta para que no... bueno, para que deje tranquila a Vini.

La mujer se ríe. Su modo de mirarme hace que se me disparen todas las alarmas. Desvío la vista hacia la niña y la perra, para no sonrojarme, sólo por mirar algo.

-No te preocupes, no ha sido para tanto -me contesta.
Me vuelvo hacia ella extrañada porque su respuesta ha sido un tanto seca, y entonces caigo en la cuenta de lo que he hecho... Pero ahora no puedo soltarle que se confunde, que el gesto de rehuirla y mirar hacia la niña no era un: “con una niña por medio ni lo sueñes” sino un: “no sigas mirándome así que me pondré roja como un pimiento”. Aunque tengo la sospecha de que no está disgustada conmigo sino consigo misma, avergonzada de haber iniciado la maniobra de aproximación ante alguien tan inapropiada. Intento reconducir la situación buscando el atajo fácil; como la niña se ha reunido con nosotras, empiezo a preguntarle cosas sobre el colegio, sus amiguitos y otras por el estilo, pero compruebo, cada vez que miro a la madre, la ineficacia de la estrategia.

Estoy de vuelta a casa. Nos hemos despedido en el parque porque ellas tomaban otra salida. Ha sido una pena no haber podido compartir una parte del camino de regreso, aunque con Tara atosigando a Fivi no habría sido sencillo.

Es tarde, casi medianoche. Tara está todavía ocupando su parcela en el sofá, durmiendo. Me la quedo mirando pensando en su extraño comportamiento en el parque. ¿Qué mosca le habrá picado con esa perra? Automáticamente pienso en la dueña. Cuando nos hemos separado en el parque estaba resuelta a volver a verla, pero ahora en frío... tal vez no sea una buena idea. Puedo hacer un hueco en mi vida para una persona, pero para dos... Entorno los ojos hasta casi cerrarlos y pienso: ¿pero qué estoy diciendo? “Hacer un hueco”. Lo verbalizo, y me suena aún peor.

Miro a Tara que sigue durmiendo, la acaricio y le digo:
-Mañana iremos a otro parque, el que se llega camino del centro. Está más lejos pero allí también lo pasarás bien.

viernes, 15 de enero de 2010

La amiga de la Universidad

El jefe de proyectos acaba de abandonar la sala. Ella empieza a recoger los papeles; no me queda otra que hacer lo mismo. Evitamos mirarnos. No ha sido una reunión agradable, como todas las que mantenemos últimamente. Cada vez es lo mismo; nos lanzamos a la yugular para defender lo nuestro y destrozar lo de la otra, y yo ya no me reconozco en ese lamentable papel de pitbull.

No aguanto más. Dejo de ordenar el dossier, levanto la vista y le digo:

-¿No ves que ese tío solamente busca que nos despedacemos entre nosotras? Por Dios, si solo le falta subirnos a un ring de barro.

Sigue recogiendo las hojas como si nada. Su aparente indiferencia no me desanima.

-Mira, esta asquerosa estrategia solo la está utilizando con nosotras... ¿No te das cuenta de que somos las únicas tías del proyecto y eso le revienta? Seamos solidarias, colaboremos para ayudarnos...

Deja a un lado los papeles que tiene en la mano, me mira y contesta:

-Tienes más cosas en común con el invertido ése, el moña de sistemas, que conmigo. Si buscas solidaridad, haz piña con él.

Baja otra vez la mirada y sigue con sus papeles.

-Aclárame una duda -empiezo a decirle-. ¿Tu homofobia te viene de la caverna de donde saliste o la cultivas desde que tu mejor amiga de la Universidad te dio calabazas?

Levanta la vista furiosa. Por suerte, la asistenta del director financiero entra en la sala y nos interrumpe.

-Perdonad chicas. La sala está reservada y tienen que prepararla para la siguiente reunión. Si no os importa...

Las dos recogemos nuestros papeles sin acabar de ordenarlos y salimos. Me acerco a la mesa de la propia asistenta para dejar la documentación. Le echa una ojeada y aprovecha para decirme en tono confidencial:

-Llevo más de veinte años en esta compañía y he visto de todo. Aquí la gente, para subir un peldaño, vendería hasta su madre. Por cierto, yo creo que más bien es lo segundo que lo primero.

La miro sorprendida. Me señala la mesa donde está la otra y me susurra:

-Seguro que su amiga de la Universidad la dejó más tirada que una colilla.

viernes, 25 de diciembre de 2009

En la fiesta de empresa

El aire sopla con fuerza esta noche, o tal vez sea que aquí hay demasiada corriente. Después de cinco intentos logro que el encendedor prenda el cigarrillo. ¿Por qué en los días que montan estas estúpidas fiestas de empresa siempre hace un frío insoportable? Miro por el ventanal y veo a mis colegas dentro, asaltando a los camareros tan pronto salen de la cocina. Parece que ayunen una semana antes para darse hoy el gran atracón...

La veo a ella también aunque no parece muy interesada en los canapés. El de inversiones está a su lado; cómo no. Ambos están de pie, tomando una copa de vino, charlando con otros compañeros. Todo el mundo dice que están saliendo. Ese cretino... ¡Ay amiga! La envidia te está carcomiendo. Reconócelo; es un tipo agradable y además guapo, todas se lo rifan... ¡Joder, si es que hacen tan buena pareja...!

Miro al cielo con la misma indolencia que miraría una farola. Olvídate, cero posibilidades, me digo entre calada y calada.

-¡Uf! Qué frío hace aquí. ¿Me invitas a un cigarrillo?

Me vuelvo hacia ella azorada pero no por el sobresalto sino porque he reconocido su voz al instante.
-Claro, -le contesto intentando disimular mi sonrojo-. Con este viento es mejor que lo enciendas tú misma-. Le alargo el paquete y el mechero.
-Si estás temblando...
-Ahora mismo no sé si tengo dedos o carámbanos -le digo a modo de excusa, mintiendo.

Después de varios intentos consigue prender el cigarrillo. Se vuelve para mirar a través del ventanal
-Está animada la noche...
-Sí, sí lo está -le contesto.

Se queda observando a su chico. Él, que no puede vernos, la está buscando con la mirada por todo el salón. Aparta la vista del ventanal con una displicencia que me desconcierta. Se da cuenta de que lo he visto; me mira fijamente como si quisiera confirmar lo que acabo de ver.

-No es por él. Él es... un encanto.
Al oírlo el corazón se me encoge. Hago un esfuerzo y no desvío la mirada para que no note mi pesadumbre.

-Soy yo -empieza a decirme-. Soy yo y mi eterna insatisfacción. Lo disfrazo de aspiración; nadie te reprocha por aspirar a más, al contrario, estigmatizamos al conformista. Pero esa ambición es solo un subterfugio para ocultar mi incapacidad para entregarme. Si no cuento los amores imposibles, otro recurso fácil, no creo que haya amado a nadie. No, no es falta de empatía, ni una psicopatía, es... como te explicaría... Al principio levantas un muro para defenderte de tu extrema vulnerabilidad; te resguardas de la decepción, del desamor, del desencanto... y luego te das cuenta de que ese mismo escudo te blinda de otras cosas que pueden ser maravillosas, pero sigues viéndote tan frágil que renuncias. ¿Se puede ser más cobarde e idiota?

Nos quedamos en silencio.
-¿Por qué me lo cuentas a mí? -le pregunto.
-Descubrime ante alguien a quien le importo, no sé... tal vez sea el primer paso, aunque signifique bajarme del pedestal.

Hace el gesto de devolverme el paquete de cigarrillos y el encendedor. Cuando los cojo, me toma la mano con suavidad y la acerca a su mejilla hasta rozarla.
Nos miramos sin decirnos nada. Me suelta la mano con la misma delicadeza que la ha tomado. A pesar del frío noto que me arde.

Se vuelve y entra en el salón.

martes, 24 de noviembre de 2009

La suicida

Nunca he tenido mucha suerte, esto unido a mi plana y anodina vida me llevó a la determinación de suicidarme. El problema es que mi cobardía me impide llevarlo a cabo por mí misma, así que cuando apareció el asesino en serie, supe que no podía desaprovechar esa oportunidad única. El plan era sencillo; pasearme por las calles solitarias a las horas que solía actuar y dejarme atrapar. El tipo en cuestión no era excesivamente sádico, se limitaba a un par de tiros por la espalda. Una muerte rápida que no debía ser muy dolorosa...

La primera noche anduve por los barrios del puerto; asesinó en la zona residencial. Al día siguiente me fui a la zona residencial; actuó en la zona norte. Al tercer día me fui a la zona oeste. Él descansó.

No me desanimé y seguí saliendo cada noche durante todo el mes. Mientras, el asesino mató a diez personas y la ciudad se sumió en una psicosis de terror y angustia; pero yo seguía sin dar con él -o él conmigo-. Una noche incluso, fui al lugar donde el día anterior había caído su última víctima. Todavía podía verse el rastro de sangre en el asfalto. Lo esperé durante horas, convencida de que así volvería al lugar del crimen, pero el ritual de invocación no funcionó en absoluto.

Hoy me he enterado por la radio de que ha caído abatido por la policía. Adiós a mi plan y adiós a mis emocionantes paseos nocturnos. Qué irónico, paseos en busca de la muerte que me han hecho sentir más viva que nunca.

Esta noche, sin embargo, vuelvo a salir tarde de casa, pero solo para comprar cigarrillos y tomarme una copa en el bar de la esquina. Cuando entro en este tugurio a estas horas siempre tengo la misma sensación; si fuera un marciano pasaría más desapercibida. Estos tipos parecen que nunca hayan visto una mujer en su vida.

Saco el paquete de la máquina, recojo la copa que me han servido en la barra y me voy a la mesa del fondo. Cuelgo el abrigo en el perchero y cuando me vuelvo para sentarme, la veo de pie, delante de mí.

-¿Puedo sentarme en tu mesa? -me dice la mujer.

Hago un gesto con la cabeza y la mujer toma asiento.

-¿Entonces, hoy no sales a pasear?

Me la quedo mirando sin decir nada.

-¿Sabes una cosa? -continúa la desconocida-. No hay nada excitante en matar a alguien que busca la muerte. Solo cuando arrebatas lo más preciado te sientes poderosa; lo demás carece de importancia... Bueno, eso y que un pobre diablo cargue con las culpas. Cuídate, tal vez nos veamos en otra ocasión.

Se levanta y se marcha del bar. Miro a los tipos que están allí; es increíble pero nadie parece fijarse en ella. Cierro los ojos y pienso: no puede ser, lo he soñado. Me quedo inmóvil, aterida por un escalofrío que no logro sacudirme. Finalmente consigo levantarme de la mesa convencida de que sólo ha pasado en mi cabeza. Le pido la cuenta al que está detrás de la barra y el hombre me contesta:
-Tu amiga ya ha pagado.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Triste consuelo

Aguzo el oído; me pongo en guardia. Alguien te menciona, de pasada, en medio de un asunto trivial que no da para mucho más. ¡Rápido! Tengo que buscar algún ardid para mantener vivo el tema. Alguien se me adelanta y desvía la conversación hacia otra trivialidad; me ha faltado muy poco para estamparla contra la pared.
No me resigno, y mientras las otras siguen con su cháchara, mi cabeza no para de buscar la forma de volver sobre ello.
Al fin encuentro un resquicio y consigo retomar el tema; al fin consigo que vuelvan a mencionarte.

La multa

La agente me mira incrédula ante mi mutismo. Mírame como te dé la gana; no pienso rechistar, ni implorar y menos explicar las razones de mi absurda infracción, y no lo hago por dos razones: primero, por sus ojos de color de miel y segundo, porque me tomaría por una chiflada. Cuando enfilé la calle tan estrecha y semipeatonal, en la que no se puede circular a más de veinte kilómetros por hora, esa mujer, arrastrando su carrito de la compra, me retó desde la acera. Vale, lo admito... fue un pique estúpido e infantil, pero ella, en su desafío, casi se lleva por delante a una anciana, y estuvo un tris de hacer volcar ese cochecito con su bebé dentro, eso sin contar con que, para ir más rápido se deshizo de un melón, allí, en medio, sin reparar en el daño que podía causar.

La agente arranca la multa y me la entrega. Miro el dorso con la esperanza de que haya anotado su teléfono. Eso solo pasa en las películas; en las malas películas, me digo resignada. Enciendo el motor y antes de arrancar el coche la agente levanta la mano para que no avance. Se agacha para recoger algo, y, al erguirse, veo que tiene un melón entre las manos. Se lo mira extrañada y me da paso.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Hoy he soñado contigo

-Hoy he soñado contigo...

Por fin, me digo. He esperado más de tres meses para escuchar una frase parecida. ¿Le digo ahora que sueño con ella casi cada día? ¿Aprovecho también y le explico que aunque hace más de cinco años que nos conocemos, desde hace tres meses, cada vez que la veo tengo que sosegar mi respiración y controlar mis arritmias para que no se note mi nerviosismo? ¡Qué tontería! Seguro que ya debe saberlo, se me nota tanto... ¿Que cómo empezó? Creo que me fijé en algo; el arqueo de una ceja, una risa tras un chascarrillo, o puede que una conversación insustancial que mantuvimos o escuché... y ya no la vi igual. Es extraño porque si tengo -o tenía- que prendarme de alguien debía ser de buenas a primeras.

-Yo también he soñado contigo... -le contesto excitada.

-¡Qué casualidad! -me dice-. Te explico el mío... Yo iba en coche por una autopista, me paraba en el peaje y estabas tú, pero me decías que no podías atenderme porque estabas pintando el suelo de la cabina, así que levantabas la barrera y me dejabas pasar sin cobrarme ¡Qué raro! ¿no? ¿Y tú qué has soñado?

viernes, 2 de octubre de 2009

El día del examen

Estoy por agarrarle el mentón o encenderle yo misma el cigarrillo si no, de fijo que acabaré chamuscándole el flequillo

-Gracias. ¡Uf! Es que no puedo con estos nervios... -se disculpa después de dar una intensa calada al pitillo que acabo de prenderle.

-Los exámenes me ponen enferma -empieza a decirme-. Es algo que me supera. Ya desde niña me pasaba... Y en la Universidad, ni te cuento. Sólo había que mirar mis uñas para saber cuándo estaba de exámenes

Como se da cuenta de que me estoy fijando en su manos, me dice:

-Ojalá hubiera descubierto antes este esmalte; oye, mano de santo... -y se ríe de su propia ocurrencia mientras me las muestra, satisfecha.

-Hace años que debería habérmelo sacado -se lamenta, y vuelve a exhalar el humo del cigarrillo. El grupo de chicas que está detrás se aparta de la nube que las envuelve entre cuchicheos de reprobación y furibundas miradas. La mujer, que no se ha dado cuenta, sigue como si nada:

-Para el día a día no necesito el coche, pero si quiero salir el fin de semana o hacer algún extra pues me encuentro limitada... Cuando tienes pareja no caes en esos detalles, bueno, a veces sí lo pensaba, pero como lo hacíamos todo juntas y creía que lo nuestro sería para siempre... ¡Qué fastidio lo del coche, en serio! Si lo llego a sospechar, tal vez me esfuerzo más en salvar lo nuestro, o lo prolongo hasta hacerme con el maldito carnet -me dice entre risas nerviosas.

Nos deseamos suerte antes de separarnos. Me fijo en que su aula está dos puertas más allá. Me acomodo en la mía y espero a que me entreguen la prueba; estoy más nerviosa pensando en acabarlo lo antes posible que en el examen que estoy a punto de empezar. A medida que lo voy completando la ansiedad va en aumento.
No tenía que haberlo fiado todo para después, aquí hay demasiada gente, en nada esto va ser un caos... Me va costar encontrarla.



Saco las llaves del bolso, me estoy acercando al coche y es cuando la veo, caminando hacia mí, cogida del brazo de otra mujer. Está tan enfrascada hablando con la otra que no repararía en mí ni que me convirtiera ahora mismo en Jesucristo.
Me sorprendo al notar el aguijonazo de los celos. Qué absurdo y ridículo, me digo enojada.
Cuando estoy a punto de subirme al auto me sobresalto al escuchar un “eh, hola” desde la otra acera. La mujer se acerca rodeando el coche y se planta delante de mí. La otra, que se ha quedado rezagada, aprovecha para hablar por teléfono.

Vaya, entonces se acuerda de mí... y empezamos una conversación trivial tipo: sí, ya tengo el permiso desde hace tres meses (descartado pues que fuera a robar el coche o a conducirlo sin carnet). Me alegro de que tú también aprobaras los dos exámenes a la primera aunque eso te costara cinco amagos de infarto (risas francas por la ocurrencia). No, no hace falta que me des las gracias por la tranquilidad que te di antes del examen teórico (imagino que los cinco cigarrillos que te fumaste en esos dos minutos también ayudaron lo suyo). Ah, ¿me buscaste al acabar? (los tonos y las expresiones de indiferencia se me dan de miedo). Bueno, es comprensible que no me encontraras, había tanta gente por allí (mientes o no te esmeraste nada; fíjate en mí, solo me faltó rebuscar por debajo de los pupitres). Sí, ya es casualidad que hayáis aparcado delante de mi coche. Sí, a mí también me ha gustado verte otra vez.

Subo al coche, me pongo el cinturón de seguridad, introduzco la llave de contacto, levanto la vista y observo que la mujer, que ya se había subido también al coche, se baja y viene hacia mí. Aprieto el botón del elevalunas y la ventanilla desciende.
-No sé tu nombre -me dice.
-Sara.
-Bien Sara, ¿te apetecería salir un día conmigo a tomar algo?
Miro el coche que está delante y señalándolo con el dedo, le digo:
-¿Tu novia no se lo tomará mal?
La mujer mira el coche, luego a mí y me contesta sonriendo:
-No es mi novia, es mi hermana...
Jamás me he alegrado tanto de meter la pata.
No se lo digo ahora, esperaré a nuestra primera cita para confesarle que cada vez realizaba las prácticas la buscaba entre los coches de las autoescuelas que pululaban por allí y, como no daba con ella, me repetía esperanzada para no desanimarme: el día del examen, como cuando la conocí.

Nos intercambiamos los teléfonos y antes de despedirnos me dice:
-Cada vez que iba a la zona de prácticas para preparar el examen de circulación, me fijaba en los alumnos, por si te veía. Entonces me consolaba pensando en que quizá el azar estaba siendo caprichoso y reservaba el reencuentro para el día del examen, como cuando te conocí.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Tai chi

-¿Dónde está mi querida hermana?
-En su segunda casa.
-¿A estas horas está en el bingo?
-Ojalá estuviera en el bingo -me contesta enojada- ¡Y pensar que fui yo quien la animó a hacer tai-chi! Ahora se pasa todo el día en ese centro. No sé qué pensar... me escama tanto entusiasmo.

Conociendo a mi hermana me puedo imaginar hacia donde se dirige su entusiasmo. ¿Cómo puede ser tan burra y echar a perder sus relaciones así?

-¿A ti no te ha dicho nada? -me pregunta-. Quiero decir, si ha conocido a... bueno ya me entiendes...

Me la quedo mirando con el gesto torcido. Aunque puedo entender su desesperación, la pregunta se las trae... y no es por que sea mi hermana.

-Tenía que haberme enamorado de ti -me suelta inesperadamente.
-No será por que yo no lo intenté.
-No insististe lo suficiente.

Lo habría hecho si tú hubieses sido más clara, pero a cada gesto esperanzador que creía percibir le seguían tres que me decían todo lo contrario. Al final me convencí de que no te interesaba, ¿y ahora me sales con esas? No tienes ni idea de lo que me costó ponerte en la periferia de mi vida.

-Ya sabes que la constancia no es lo mío -le contesto con falso desdén-. Además, ¿de verdad piensas que por mucho que hubiese insistido habrías caído rendida a mis pies?

Nos quedamos mirándonos, sonriendo, sin decirnos nada.

Me estremezco, sólo un poco. Un reacción refleja producto del recuerdo, me digo... Sí, seguro que sólo se trata de eso...

lunes, 31 de agosto de 2009

La tímida

La mujer abrió la cajita y me dijo que escogiera una, la que quisiera. Tomé la primera que pillé, sin reparar en su belleza. Era una piedra de aspecto vulgar, sin ninguna forma especial, grisácea y rugosa, no muy grande. Podía cerrar mi mano sin que se notara que la tenía agarrada. “Esta piedra te dará energía positiva y destruirá la negativa que acumules. Con ella tendrás el valor para enfrentarte a todo, sin miedo. La tienes que tomar en tu mano, con fuerza. Verás qué bien te funciona”. Yo la miraba con escepticismo. Mi amiga me había insistido en que esa mujer tenía poderes especiales, que curaba enfermedades, incluidas las del alma, por eso accedí a visitarla, pero aquello me pareció absurdo y embarazoso, y, como quería devolvérsela, le dije a modo de excusa: “Seguro que en dos días la pierdo, soy muy despistada y acabo perdiéndolo todo. Gracias, pero me sabe mal desperdiciar esta, esta... esta piedrecita”. La mujer tomó mi mano con delicadeza, me la cerró suavemente con la piedra dentro, sonrió y me dijo en voz baja, como si fuera a revelarme un gran secreto: “Si algún día no la encuentras, tranquila, no la habrás perdido tú, es que la piedra tendrá cosas muy importantes que hacer. Quédatela”.

Dejé olvidada la piedra en un cajón durante meses; hasta que un día decidí, sin mucha convicción al principio, utilizarla como último y desesperado recurso contra mi madre: una déspota que además siempre me ninguneaba en favor del cretino de mi hermano. Jamás me había enfrentado a ella, así que, cuando me encaré, con la piedra bien agarrada a mi mano, mi madre se quedó tan desconcertada que me dejó en paz una buena temporada. Con mi hermano también me atreví a usarla, y me fue muy bien. Entonces me convencí de que funcionaba y decidí emplearla siempre.
Cuando me acechaba algún peligro, sacaba la piedra del bolso, me aferraba a ella y me enfrentaba a lo que fuera. Lo que antes era resignación y silencio, ahora eran palabras claras, contundentes a veces, que transmitían sin tapujos lo que pensaba o lo que deseaba.
Me encaré con los colegas del trabajo que se metían conmigo por mi timidez y apocamiento. Ya no callaba si alguien intentaba colarse en la panadería o en el cine, o si el camarero atendía antes a un cliente que había llegado después que yo. Que el taxista tenía la radio o la calefacción demasiado altas, le pedía que lo remediara, o si empezaba a agobiarme con una tediosa cháchara, le hacía ver claramente que no tenía ganas de hablar. Si en la tienda la dependienta se empeñaba en que me probase tal o cual prenda que a mí no me gustaba, no sólo me negaba, sino que le dejaba bien claro que odiaba que me persiguieran mientras ojeaba la ropa. Reclamaba en el restaurante si me servían la comida fría, o si el servicio estaba tardando más de lo debido.

Al cabo de un tiempo sentí la necesidad de compartir la fuerza que me daba la piedra ayudando a otros. Fue como una obligación: era lo justo. Los retraídos y tímidos como yo afrontan cada día situaciones embarazosas con los desenvueltos y atrevidos; personas que se saben más fuertes y que no dudan en aprovecharse. Y así, acabé reprendiendo no sólo a quien se colaba delante de mí, sino a quien lo hacía por atrás, aunque eso no afectara a mi turno. En el trabajo, no sólo me encaraba con los que intentaban fastidiarme a mí, sino a los que hacían la vida imposible a otros tímidos.
Siempre me pasaba lo mismo, en cuanto detectaba la expresión de resignación de un tímido ante la desfachatez del osado, sentía la imperiosa necesidad de agarrar la piedra y remediar la situación.

Y mientras libraba esa cruzada, me propuse cambiar de trabajo. Lo que antes me suponia un imposible: realizar las temibles entrevistas, ahora ya no las veía como un muro infranqueable. Decidí entonces, participar en un proceso de selección largo y complicado.
Pasé muy bien las dos primeras entrevistas, siempre aferrada a mi piedra, como si fuera un apéndice más de mi mano. Mostré una buena preparación técnica, pero sobre todo demostré la seguridad y el aplomo suficientes para ir a la terna final. En la última entrevista tenía que vérmelas a la vez con la directora de la compañía, con el responsable de personal y con el responsable de finanzas.

La sesión duró más de dos horas. Cuando acabé, estaba tan entusiasmada de lo bien que me había ido, tan segura de que sería la escogida que al despedirme no me acordé de que tenía la piedra, así que, al extender mi mano para estrechar la de la directora, dejé caer la piedra de la manera más torpe. El impacto sonó como si alguien hubiese disparado un perdigón. El silencio que reinaba en la oficina se rompió abruptamente. Todos se quedaron clavados mirando aquel pequeño objeto que rodaba y rodaba como si tuviera vida propia, alejándose cada vez más del corrillo que formaba yo con los tres entrevistadores. La piedra, a pesar de su irregularidad y aspereza, no paró hasta desaparecer bajo un armario, unos metros más allá.
Miré de reojo la expresión de mis tres inquisidores y creí adivinar lo que pensaban: que habían estado a punto de ofrecer un puesto de responsabilidad a alguien que para infundirse confianza se aferraba a un pedrusco, a un talismán, cual náufrago aferrado a un pedazo de madera.
Al principio me sentí avergonzada, como si me hubieran pillado in fraganti haciendo trampas en una partida de cartas, pero al momento experimenté un extraño alivio. Acabada de darme cuenta de que cada vez me exigía más, de que tener la piedra empezaba a suponerme una pesada carga porque ya no tenía ninguna excusa para no afrontar cualquier situación.

Alguien que estaba cerca del armario que ocultaba la piedra hizo el gesto de agacharse, pero le dije rápidamente: “Gracias, no hace falta que la recoja”. Me volví hacia los tres entrevistadores, que permanecían allí, de pie, sin saber qué decir, intentando con una sonrisa forzada, disimular su perplejidad. Les devolví la sonrisa, una sonrisa franca y tranquila. Señalé donde se había escondido la piedra y les dije con falsa resignación: “Bueno... seguramente la piedra tiene cosas muy importantes que hacer”. Y sin abandonar mi rictus, entre divertido y aliviado, me despedí de ellos, sabiendo que jamás me contratarían allí.

viernes, 14 de agosto de 2009

A partir de ahora nunca más podré amar a nadie

Calma, cariño.
Sólo estoy especulando con mi epitafio

Pequeños olvidos

-... Recuerda que mañana hay que recoger el coche del taller. Ah, de vuelta a casa pasa por el súper...
-Sí, sí, vale...
-... Y compra salsa de tomate: ahora he caído en la cuenta de que ayer se me olvidó comprarlo.
-Sí, sí, vale...
-Espera. Hay otra cosa que también se me olvidaba... Tú y yo hemos terminado.
-Vale cariño, nos vemos en casa.
Y cuelga el teléfono.

Si es lo que yo digo: nunca me escucha.

miércoles, 12 de agosto de 2009

El juego de la güija

E-L-E-N-A
Ana, mi novia, me fulmina con la mirada.
-El nombre de mi ex era con hache -les aclaro rápidamente-. Ésa es mi madre... Habéis preguntado por la mujer que más he querido ¿no? Pues eso, Elena sin hache es mi madre.
Conque esas tenemos... Las miro a todas y creo adivinar quién ha sido; se le ha escapado una mueca de decepción. ¿No contabas con mis increíbles reflejos, eh, mal bicho?
-¿Hacemos la misma pregunta para todas...? ¿Empezamos por ti, Nina? -Le digo con toda la intención. Vas a ver lo que contesta el vaso y cómo se lo toma la fiera de tu novia.
-Mejor preguntamos por cosas del futuro -contesta, apurada.


Lisa retira el dedo del vaso: la afectada no puede intervenir para no influenciar al espíritu de turno; una auténtica chorrada vaya, como el juego en sí.
-Espíritu, ¿con quién estará Lisa dentro de un año?
A-N-A
Y como parece que el espíritu no quiere equívocos, va disparado hacia el rincón donde está mi novia.
Las vuelvo a mirar a todas. Nina parece decirme con la mirada: a mí que me registren, esta vez no he sido yo. Miro a Ana, tan sorprendida como el resto, y a Lisa, que se ha puesto roja como un tomate.
-¡Anda, qué callado lo teníais! -empiezan a bromear las chicas. Todas nos lo tomamos a risa excepto la retraída Lisa que está tan turbada que no acierta a articular palabra. Jamás la había visto así. De repente, se levanta de la mesa, dice un casi imperceptible "perdonad" y se va como un rayo a su habitación. Nos quedamos en silencio.
-¿Alguien sabía algo?
Nos miramos, negándolo con la cabeza.
-Tú eres su hermana... ¿No lo sabías?
-¡Joder, ya la conocéis! Nunca explica nada, ni siquiera a mí, -se defiende la hermana.
Todas miramos a Ana.
-Yo no he notado nada -empieza a decir, dirigiéndose a mí-. Casi no la conozco. Si apenas hemos hablado. Del grupo, es con la que menos me hago... ¡De verdad, no le he dado pie a nada! -se lamenta, como si tuviera que probar algo.
Le paso el brazo por la espalda para tranquilizarla. Le digo que no tiene que justificarse de nada, que estas cosas pasan y que nadie tiene la culpa.



De vuelta a casa, le digo a Ana que lo más curioso es que la pregunta no era de quién estaba colgada ahora sino con quién estaría dentro de un año. Ana sonríe.
-Un espíritu burlón -me contesta.
-Sí, el muy jodido ha descubierto a la pobre Lisa.
Caminamos en silencio. Ana se detiene y me hace un comentario extraño:
-Lisa es muy distinta a la alocada de su hermana. No se parecen en nada. Qué raro ¿verdad? Curioso lo de esta chica...
Y continúa caminando con el semblante de cavilar sobre ello.
Esta noche, mientras Ana duerma, tengo que averiguar sin falta si este estúpido juego tiene alguna posibilidad de acertar.

"Mujer en la ventana"

–Pero usted me dijo que el representante, marchante o como narices se llame, aceptaría mi oferta, aquí tengo el cheque por los veinte mil euros.
–Mire, lo siento mucho pero fue una terrible confusión: al parecer la pintora no quiere venderlo ni por esa cantidad. Lo siento de veras... –me dijo la responsable de la galería de arte.
Estaba desesperada, miré a mi alrededor y me sentí aún peor al comprobar que habían desmontado la exposición y que el cuadro ya no seguía allí. Abrí el catálogo y lo volví a contemplar “Mujer en la ventana”, año 2005. Me acordé de Harriet. “Estás enferma”, me había repetido una y otra vez. ”A tus treinta y siete años, no has tenido una relación que haya durado más de seis meses, dices que no te has enamorado nunca, y vas y te prendas del retrato de una mujer que mira por una ventana. ¡Esas cosas sólo pasan en las pelis! La gente no va por allí enamorándose de un cuadro”.
Al final derrotada, solía decirme, como implorándole: “tengo un amigo, un profesional, ya sabes..... un psicólogo muy bueno que te puede echar una mano”.

Desde que vi ese cuadro por pura casualidad en una exposición retrospectiva de una pintora de la que jamás había oído hablar, cada noche soñaba con esa mujer y cada noche era lo mismo. En mi sueño, la mujer del retrato estaba sentada en una café de principios de siglo pasado, sin tomar nada, como si esperara a alguien. El local estaba vacío. La mujer cogía un cigarrillo de su pitillera. Yo me acercaba y me sentaba al otro lado de su mesa. Ella me sonreía mientras sostenía su cigarrillo apagado, entonces yo tomaba mi encendedor, me inclinaba levemente hacia la mujer y le prendía el pitillo; ella arqueaba una ceja más que la otra mientras sus ojos verdes seguían mirándome por encima de la llama, sin dejar de sonreír. Yo volvía la cabeza para encenderme el mío y entonces la mujer me decía, mientras miraba a través de los ventanales: “hace un día precioso, ¿le apetece dar un paseo?” Y sin dejar de sonreír, volvía a mirarme con sus ojos intensos, más brillantes aún, como si hubieran atrapado la luz de fuera. Y aquí acababa el sueño. Pensé que teniendo el cuadro lograría continuarlo porque mientras estaba allí, hipnotizada por esa mujer extraña, todo era perfecto.

Por megafonía anunciaban que el tren llegaría en diez minutos. Si hacía este viaje era gracias a mi amiga Harriet. Fue ella a quien se le ocurrió la idea de concertarme una entrevista con la pintora con la excusa de que era una coleccionista muy interesada en su obra. El plan era sonsacarle quién era la modelo. “Escucha, esto es lo que he pensado –me había empezado a decir-. Tú estás pirada por un retrato. Vale, la tía está buena, esto no te lo discuto, pero no es el retrato en sí, ¿me sigues?, es la mujer... Ergo tienes que conocer a la modelo; esa sí es de carne y hueso y quién sabe, con un poco de suerte igual hasta le van las mujeres”. Ni intenté explicarle que, probablemente, la modelo estaría a la altura del retrato, pero como todos los seres humanos estaría llena de esas pequeñas miserias que acaban por echar al traste su fascinación inicial. Su idea, sin embargo, me dio pie a otro plan: conocer a la pintora en persona para tratar de que me vendiera el cuadro. Ahora, cuando el tren estaba a punto de parar, me sentía fatal por haber engañado a mi amiga.

Desde que acordamos la entrevista, y de eso hacía un par de semanas, había estado documentándome sobre su obra y sobre otros pintores de bodegones y naturalezas muertas que eran su estilo. Curiosamente, el cuadro que tanto me fascinaba, se apartaba de su pintura habitual.

La pintora, de unos cuarenta años, era de trato agradable y muy sencilla. Siempre había pensado que los artistas eran gente altiva y enrevesada. Estuvimos hablando de su obra, de otros artistas pero también de cosas no relacionadas con la pintura. Después me enseñó su estudio, pero ni allí ni en el resto de la casa pude ver el cuadro así que le dije que me gustaría ver “Mujer en la ventana”.
–No está aquí –me contestó.
–En realidad me gustaría comprarlo –le solté sin rodeos.
La pintora me contestó que no me lo podía vender por la sencilla razón de que no era suyo.
Esto sí que no me lo esperaba. ¡Seré idiota! pensé. En un instante me pasó por la cabeza todo el esfuerzo y el tiempo invertidos, eso sin contar con mi absoluta, y como siempre, sobrada seguridad de poder convencerla para que me vendiera el cuadro.
–No es posible... creí... me informaron de que era tuyo...-balbucí, incrédula.
–Bueno, en realidad se lo regalé a la hermana de mi madre, a mi tía –me aclaró–, y créeme le ha cogido cariño: ha rechazado ofertas muy interesantes...
Y volví a sentirme más idiota aún al recordar el desagradable episodio con la galerista y mi cheque de veinte mil euros.
–¿Crees que sería posible convencer a tu tía para que...?
Y en ese instante apareció una mujer que traía una bandeja con café y pastas. Era muy elegante y de extraordinaria belleza. Tenía un parecido muy notable con la pintora, por la edad deduje que se trataría de su madre.
–Creo que tú misma puedes intentarlo –y me presentó a su tía.
Nada estaba perdido, me dije aliviada. Tuve la corazonada de que la coincidencia de su visita con la mía era una señal de que lograría comprarlo al fin.

Decidí tratarla un poco antes de sacar el tema. Empezamos a charlar y enseguida me sentí muy a gusto: era como si ya la conociera de algo y tuve la impresión de que a ella le ocurría lo mismo. La pintora se retiró excusándose que tenía compromisos pendientes.

Hablamos tanto que hasta me olvidé completamente del cuadro. Entonces me fijé en una fotografía que estaba en una repisa. Me levanté para observarla de cerca; era antigua pero conocía muy bien ese rostro: era la mujer del cuadro.
–Cómo cambiamos con el tiempo –me dijo la mujer, lacónicamente.
–Entonces usted... ¿usted es la “Mujer en la ventana”?
–Digamos que soy ella con bastantes años más -y se sonrió-. Mi sobrina cogió esa foto de hace... bueno, vamos a omitir esos intrascendentes detalles -volvió a sonreírse-, como modelo para pintar ese cuadro.

Me senté otra vez y la miré con detenimiento. Observé sus facciones, sus ojos verdes, sus cejas... Era ella, sin duda, y ocurrió... como si se tratara de una coreografía ensayada: la mujer sacó una pitillera de su bolsillo, me ofreció un cigarrillo y cogió otro para sí; tomé mi encendedor y mientras le prendía su pitillo ella seguía mirándome por encima de la llama, sonriéndome; me fijé que arqueaba una ceja más que la otra. Encendí mi propio cigarrillo mientras ella miraba a través de la ventana. Y lo dijo:
-Hace un día precioso, ¿le apetece dar un paseo?-. Y se volvió hacia mí, clavándome sus ojos verdes.

En aquel momento supe que el sueño continuaría de verdad y que todo sería perfecto.

viernes, 31 de julio de 2009

El viaje organizado

-Ya sabía yo que eso de ir en un viaje organizado nos iba a fastidiar las vacaciones.

Sabe perfectamente de qué le hablo, pero como siempre, me mira como si no fuera con ella. Es muy hábil haciéndose la longuis.

-Caty, si no lo cortas tú lo voy a hacer yo... Ah, y te aseguro que no me iré con miramientos.

Se le tuerce el gesto. Cuando la amenazo con eso se pone a la defensiva inmediatamente: odia las escenas.

-Estoy harta de que esa tía flirtee delante de mis narices y tú se lo permitas.

-Estás exagerando -me contesta finalmente.

-Mira, no sé si su novia es tonta y no se da cuenta de nada, o sí lo ve, y no le importa, o es que llevan un rollo muy raro que a mí, desde luego, no me va. A veces la novia me mira en plan colega... ¿colega de qué? ¡No me van estas historias para nada...! y me molesta que te escudes en que eres incapaz de ser desconsiderada con nadie para no darle un buen corte.

-No creo que sea para tanto -me dice, cada vez más recelosa al ver cómo me estoy encendiendo.

-¿Qué no? A la que me despisto ya está a tu lado dando la vara. ¿Y lo de esta noche qué?¿Por qué tenemos que salir a cenar con ellas una vez más?

Llaman a la puerta. Abro bruscamente y aparece ella. Me mira fijamente, yo diría que desafiante; al momento cambia la expresión y dice sonriendo:

-Chicas, el taxi está abajo esperando.

Desvía la mirada hacia Caty ante mi mutismo y mi gélida mirada: estoy segura de que sabe lo que voy a decirle y trata de buscar su ayuda. Como se la des Caty, hemos acabado, te lo juro.
Miro a Caty: vacila al principio pero adopta una expresión que conozco muy bien. Entorno los ojos abatida y antes de que Caty diga nada y la humillación sea insoportable me adelanto:

-Me duele la cabeza. Id vosotras, yo me quedo.

La recepcionista llama al mozo para cargar las maletas en el taxi. Cuando le entrego la nota para que se la dé a Caty a la vuelta de la cena, advierto su extrañeza.
-Espero que su estancia en el hotel haya sido de su agrado.

Hasta que no alcanzo la salida, noto en la nuca su mirada desconcertada.

viernes, 3 de julio de 2009

La carta

Me abre la puerta sin decir nada. Me mira y vuelve sobre sus pasos arrastrando los pies, cabizbaja. Cierro la puerta tras de mí y la sigo.

-Estaba preocupada, -empiezo a decirle-. No contestas a mis llamadas, no has ido a trabajar y...

Cuando veo el estado de su apartamento, enmudezco. Todo el suelo está cubierto de bolas de papel.
Como una autómata se sienta, toma la pluma y escribe sobre la mesa repleta de papeles.

-No, no... no me acaba de salir redonda -se dice.

Coge la hoja, la estruja y otra pelotita va a para al suelo.

-¿No sería más práctico -y ecológico, pienso- que lo hicieras con el ordenador?

-Por favor, ¡qué poco romántica eres! -me lo dice con una mueca de fingida ofensa, burlándose de su propia respuesta.

Y vuelve a garabatear la hoja como si le fuera la vida en ello.

-Cuando consiga acabarla se va a dar cuenta, -me dice... o se dice, sin dejar de escribir-. Esto me está costando más de lo que creía -masculla- pero cuando la tenga...ah, entonces lo comprenderá todo... No, no... esta frase no me gusta así...

-Si no quiere hablar contigo, ¿crees que va a leer tu carta? Tómate un respiro y salgamos un rato, así te aireas un poco.

No me responde y sigue escribiendo frenéticamente.

-Escucha -le insisto-. Vayamos a cenar por ahí. Me han hablado de un italiano que...

-No quiere estar más con alguien incapaz de ser cariñosa, de abrirse. Yo le decía que vale, que a lo mejor no soy muy expresiva, pero le he demostrado con hechos que la quería, ¡vaya si lo he hecho! Tú lo sabes. Los hechos son lo más importante -me enfatiza, golpeando su índice contra la mesa-. Ella me reconocía que sí, pero que las palabras y los gestos también. Bien, pues cuando lea esta carta, comprenderá que soy capaz de hablar de sentimientos, de emociones, y se dará cuenta de que estaba muy equivocada conmigo.

-¿De verdad piensas que...?

-Ya sé lo que me vas a decir -me interrumpe, mientras toma un puñado de hojas y las estruja con una mano mostrándomelas-. Que todo esto se lo tenía que haber dicho hace tiempo.

Las tira al suelo y empieza a llorar.

No sé cuánto tiempo hemos estado abrazadas. Ella llorando y yo consolándola. Venga tía, que no es el fin del mundo, anímate, que esto pasará... Y aunque es imposible recurrir a frases más tópicas, no dejo de repetirlas una y otra vez porque si sólo oigo su llanto, me desmorono con ella sin remedio.

-Hazte un favor -le digo finalmente-. Ven a cenar conmigo. Y hazme un favor a mí: dúchate.

Mi amiga no volvió a su apartamento ni esa noche ni a las treinta siguientes. Durante el mes que estuvo en mi casa no la vi escribir ni una nota, ni mencionó el tema. Hablábamos, sí, de cómo se sentía pero no volvió decirme nada sobre la carta. Creo que después de aquello se le fue completamente de la cabeza la idea de escribirla.

Esa noche precisamente, mientras se duchaba, tomé uno de los borradores que tenía sobre la mesa y lo leí. Esperaba la típica carta que se escribe al abismo de una ruptura, pero aquello era algo distinto. Descarnada, directa; mi amiga se descubría de una forma casi impúdica. Su arrojo me empequeñeció. Lloré, pero no creo que fuera por ella...

martes, 30 de junio de 2009

En el concierto

-Señora, aquí tiene su copa de champán.
Le doy las gracias, y, al girar sobre mis talones, casi me doy de bruces con ella.

- Oh, lo siento, -se disculpa ella-. Perdona, ¿verdad que estás en la primera fila del primer palco? Me he fijado que el asiento de al lado está libre... ¿Por casualidad no será de alguien que conoces que no ha podido venir?

Si se piensa que voy a admitir que me han dejado plantada, va lista. Qué descaro; si estuviéramos en otro sitio mi respuesta le quitaría de golpe las ganas de ir preguntando cosas así.

-No tengo ni idea si está libre -le contesto secamente, mintiendo.

-Perfecto. Si está libre o quien haya comprado la entrada no va a aparecer en la segunda parte, lo ocuparé... si no te importa.

Como debe de ver mi cara de vinagre se apresura a darme todo tipo de explicaciones:

-Verás, mi asiento está en platea pero desde allí no veo bien porque tengo delante a un tipo muy alto. Esta gente sólo debería ocupar las localidades de la última fila para no estorbar... En fin, que son un auténtico fastidio cuando se sientan delante de una. El caso es que, además, me tapa justamente la sección de viento y no quiero perder detalle.

La segunda parte del concierto empieza y la mujer, sentada a mi lado, efectivamente, no quita ojo a las flautas, oboes, clarinetes... Seguro que es capaz de percibir todos los matices de la interpretación. ¡Qué envidia ser tan entendida!

De cuando en cuando la miro de reojo y, a pesar de su concentración, se da cuenta, y me devuelve la mirada.

El concierto termina. El público aplaude -aplaudimos- calurosamente. Mi vecina también lo hace con entusiasmo.

El director saluda repetidas veces y cuando le toca a la orquesta, lo veo: la fagotista mira hacia nuestro palco, le guiña el ojo a mi vecina y le envía un beso casi imperceptible. Conque era eso... ¡Entonces yo también soy una gran “entendida”!

martes, 23 de junio de 2009

Cerrado por vacaciones del 1 al 31 de agosto

La puerta del despacho se abrió y apareció una mujer de mediana edad; era su secretaria. En un gesto instintivo la directora sacó los pies de la mesa y recobró su compostura habitual. La mujer no pareció muy extrañada de lo que había visto, de hecho, parecía una de esas personas que están de vuelta de todo.

–Señora directora, aquí tiene el teléfono de la central de taxis que me ha pedido. Suelen tardar unos 20 minutos para llegar hasta aquí, –le alargó un papel con el número.

–Sí, gracias.

–Buenas vacaciones, señora directora. No olvide conectar la alarma de la parte de las oficinas. En la fábrica no queda nadie. El encargado ya ha puesto la alarma allí, lo digo por si tiene que bajar a la nave...

–Sí, gracias, lo tendré en cuenta, buenas vacaciones... esto... por cierto, ¿adónde va?

La secretaria, que iba a girarse para irse, se quedó clavada sin apenas poder disimular su sorpresa. La misma directora también se extrañó de su propia pregunta, saltándose su máxima de no interesarse por la vida personal de sus empleados para despedirlos más fácilmente llegado el caso.

–A la playa con mi marido y los niños, en casa de mis suegros... Tienen una chalet precioso en la costa... ¿sabe? a los niños les encanta aquello...

La directora se estaba arrepintiendo de haber dado pie a una aburrida conversación sobre hijos, maridos, suegros.... La secretaria, como si hubiera adivinado su pensamiento, cortó en seco.

–Bueno, ya sabe, en familia. No la entretengo más. Buenas vacaciones.

–Buenas vacaciones.

Al cabo de unos minutos oyó el coche de la secretaria ponerse en marcha y alejarse.

Se sentía la dueña del mundo, igual que el protagonista de una película que había visto. Alguien le había dicho que se basaba en un best-seller con el mismo nombre pero no lograba recordar cuál. Qué más daba. Ni era muy cinéfila, ni leer era precisamente su pasión. Ya tenía bastante con los innumerables informes económicos que su cargo le exigía examinar, aunque en la película aquel ejecutivo acababa hundido y arruinado por una auténtica estupidez, y desde luego, ese no sería su caso.

Este año, la filial española que ella dirigía desde hacía tres, había logrado los índices de productividad y crecimiento más altos de todas sucursales europeas. Para conseguirlo había aplicado medidas muy drásticas e impopulares, pero los resultados la avalaban. Mientras pensaba en ello echó una ojeada a los cinco últimos empleados que hoy mismo acabada de despedir. Qué pobres inútiles, pensó.
Miró a través del gran ventanal de su despacho. Era un típico día de verano, brillante y caluroso; el último día de trabajo antes de las vacaciones. Esa misma tarde, embarcaría en su velero y se perdería por el Mediterráneo durante, al menos, dos semanas.

Se levantó, se sacó la americana, la colgó en el respaldo de su silla y se encaminó hacia el baño. Se miró en el espejo y se atusó el pelo. Después entró en el habitáculo del retrete, cerró la puerta y echó el cerrojo de forma mecánica e innecesaria pues estaba sola. El clic sonó raro pero no le dio importancia.

Cuando intentó abrir la puerta para salir, el cerrojo no cedió y se quedó clavado. Lo volvió a probar, pero al ser metálico y sobresalir muy poco resbalaba entre sus dedos una y otra vez. Entonces cogió la manilla con ambas manos para intentar desgajarla y partirla, pero no lo consiguió; parecía irrompible. Luego lo probó con el pie, dando patadas, pero fue inútil; la cerradura no cedía. Intentó entonces tumbar la puerta, pero casi no tenía espacio para coger impulso. La puerta, además de estar revestida con una plancha muy resistente, se abría justo hacia adentro, lo que hacía imposible su derribo.

Se palpó los bolsillos del pantalón y comprobó con desolación que no tenía nada. El teléfono móvil estaba en su americana. Tampoco el mechero; hacía escasamente un mes que había dejado de fumar y ya no lo llevaba encima. Qué bien le hubiera ido porque además era una pequeña navaja tipo suiza, regalo de un colega de la filial en Berna.
Miró las paredes y el techo; no había ni una ventana, sólo un pequeño extractor cuyo conducto de aire no debía tener más de tres centímetros de diámetro.

Si gritaba nadie la iba a oír; estaba en una nave de veinte mil metros cuadrados cerrada a cal y canto durante un mes, en medio de un polígono industrial situado a las afueras de la ciudad, que en agosto prácticamente se vaciaba. El personal de limpieza ya no volvía hasta después de vacaciones. No había servicio de seguridad con inspecciones en el interior de la empresa; en su afán por recortar gastos lo había cambiado por un único sistema de alarmas, sólo acudirían si saltaban y desde allí le era imposible hacerlo. Si al menos hubiera venido en su coche, alguien podría extrañarse de verlo aparcado día y noche en el mismo sitio, pero hoy precisamente, había decidido tomar un taxi para ir directamente al embarcadero.

Se sentó encima de la tapa del retrete y pensó:
–Nadie me echará en falta en las próximas dos semanas porque en teoría estoy navegando... Después mis padres, mi hermana y mi cuñado sí... aunque es posible que no... A veces me paso más de un mes sin hablar con ellos...

Se reclinó hacia delante, tapándose la cara con las manos, muerta de miedo y de angustia y empezó a sollozar.
–Un mes, un mes... ¡Dios mío!

Y maldijo el haber ido destejiendo sus lazos familiares a la par que lograba sus éxitos profesionales, eso por no hablar de sus amigas, no se le ocurría a nadie que pudiera echarla en falta con la urgencia que necesitaba.

–Bueno, vamos a ser optimistas –pensó, intentándose calmar–. Tengo agua... los que hacen huelga de hambre creo que aguantan más de un mes; teniendo agua puedo resistir todo el agosto aquí, si nadie me echa en falta antes... ¡Qué vergüenza, Dios mío, si me rescatan mis empleados!

Volvió a llorar pensando en su estupidez y mala suerte. De pronto, oyó unos pasos.
–¡Aquí, aquí! Me he quedado encerrada en el lavabo. ¡Por favor, aquí!

Pegó la oreja a la puerta pero no volvió a oírlos. Era como si se hubieran detenido, aunque tal vez se los había imaginado... Su propia respiración angustiada y nerviosa le entorpecía la escucha, así que, intentó calmarse. Al cabo de unos segundos los volvió a oír con nitidez.

–¡No se vaya por favor, no se vaya....! ¡No voy a denunciarlo! –gritó con todas sus fuerzas, pensando que podría ser un ladrón–. Sólo quiero que me abra la puerta... le daré mis números secretos de las tarjetas... no se vaya por Dios... ¡Puedo morirme aquí!

–¡Eh, eh! Tranquila soy de la empresa. Ahora voy –le respondió una mujer.

–Estoy encerrada en el lavabo, no puedo abrir la puerta.

No podía creerlo, hacía unos instantes ya se había resignado a pasarse todo el mes encerrada en este agujero como si fuera una rehén metida en un zulo, y ahora, esta absurda pesadilla iba a terminar.

La mujer intentó abrir la puerta pero el mecanismo de la cerradura se había atascado.

–No puedo abrirla. Calma, tendré que llamar a un cerrajero.

–Sí, vaya, vaya rápido... Menos mal que estaba aquí, creí que todo el mundo se había marchado. Menudo susto.

–Un momento... ¿por qué tendría que hacerle este favor?

Será estúpida, pensó. ¿Cómo se atreve a hablarme así?

–¿Qué dice?... Oiga, soy la directora... Haga el favor de llamar al cerrajero, –pero al momento se arrepintió del tono que había empleado.

–No sabe quién soy ¿verdad? –le dijo la mujer.

Cómo iba a saberlo, la fábrica tenía más de cuatrocientos trabajadores; no podía conocerlos a todos y menos por la voz.

–Fuentes, soy Begoña Fuentes.

Fuentes, Fuentes... ni idea, se dijo, pero a esta desgraciada la despido en cuanto ponga el pie fuera de este agujero.

–Fuentes, la de mantenimiento –puntualizó la mujer.

–¡Ah! Sí, Fuentes... claro, perdone... es que estoy un poco nerviosa. LLame primero al cerrajero y luego seguimos hablando...

–¡Qué hija de puta! Aún no sabe quién soy.

–Oiga, no puedo conocer a las cuatrocientas personas que trabajan aquí.

–Tal vez a mí sí, me ha despedido esta mañana.

El estómago le dio un vuelco, el corazón le empezó a latir con tal velocidad y fuerza que creyó que la presión sanguínea le iba a hacer estallar la cabeza.

–Oiga, comprendo su enfado... no es nada personal... ya sabe cómo van estas cosas, a mí me obligan mis jefes de Europa –y en un tono suplicante continuó–. Pero en cuanto salga lo arreglamos... la voy a readmitir, ¡se lo juro! Por favor... no puede dejarme aquí un mes, ¡puedo morirme de hambre!...

–No sé por qué me cuenta sus problemas personales... ¿Se acuerda de esta frase? Me la dijo cuando le expliqué que tenía dos hijos adolescentes, y que con cuarenta y ocho años me sería imposible encontrar otro empleo.

Al instante comprendió que con buenas palabras no le iba a abrir la puerta y en su desesperación, golpeando y pateando la puerta, le soltó con toda su furia:
–¡Abra la puerta desgraciada! Si no lo hace, cuando salga la denunciaré por robo. Usted no debería estar aquí. Ha venido a robar. No pararé hasta que vaya a la cárcel. ¿Me oye? ¡La voy a machacar!

Pero más que gritos aquello era como los alaridos de una bestia al borde del degüello. La mujer esperó a que terminara y le contestó pausadamente.

–He venido porque olvidé devolver mi juego de llaves de la empresa. Las tenía como encargada de mantenimiento, pero ¿sabe? voy a hacer mi último servicio aquí. Entre otras cosas, me ocupaba de cerrar los suministros de la fábrica en vacaciones, así que voy a cerrar el paso del gas y... del agua. Que disfrute de sus vacaciones, señora directora.

viernes, 12 de junio de 2009

El juego de llaves

-Calma, que no cunda el pánico. Vamos a solucionar esto de la mejor forma posible. Tranquilidad sobre todo.

Si supiera lo que me carga cuando se pone en este plan. Si al menos fuera real; pero este pretendido aplomo no esconde más que un manojo de nervios y malhumor que ya sé cómo va a terminar.

Yo no tengo la culpa de que con las prisas del viaje las dos nos dejáramos dentro nuestras llaves. Ni siquiera me di cuenta de que era su madre la que cerraba la puerta y echaba la llave; y ahora, su madre y el único juego de emergencia que teníamos, vuelan hacia Río.

-No queda otra que llamar a un cerrajero -le digo resignada.

Aunque más nos valdría llamar a un artillero para echarla abajo, porque cualquier cerrajero no va a poder abrir esta mole con sus dos cerraduras de alta seguridad. Ya sé que no es el momento de discutir sobre su obsesión por blindar el piso, pero me dan ganas viendo su cara acusadora.

-Espera, no está todo perdido -balbuce ella-. Hay otro juego de llaves que podemos utilizar, -desvía la mirada para no toparse con la mía-... las tiene Mónica

-¿Me estás diciendo que tu ex tiene llaves de nuestra casa?

-De mi casa -me corrige ella.

-¡Ah! Perdona, creí que cuando decidimos que dejaba la mía para mudarme aquí, esta sería “nuestra” casa -le respondo agriamente.

-Lo siento, no he querido decir eso... Escucha, lo de las llaves no significa nada, era por si había una emergencia, como lo de ahora. Aún tendrías que estarme agradecida...

-Pues muchas gracias -la interrumpo-. Recuérdame que también haga otro juego para mi ex, por si nos fallan todas las demás... pero tranquila, eso tampoco significará nada.

-No saques las cosas de quicio y no compares a Mónica con tu ex.

Tiene toda la razón, mi ex se comportó como una canalla y Mónica, en cambio, es una chica maja, y eso es precisamente lo que más me jode, que no tengo argumentos contra ella. ¿Por qué las ex no pueden desaparecer de la vida de sus ex y dejan de dar la lata?

Busco el paquete de tabaco en mi bolso y, al meter la mano, me doy cuenta de que en el extremo el forro está descosido y que las llaves están por debajo. Las recupero y se las enseño. No nos decimos nada.

Abro la puerta. Entramos. Yo me voy directamente al balcón a fumar y ella a llamar a Mónica para pedirle que le devuelva su juego de llaves.

viernes, 29 de mayo de 2009

Mi vecina

-Necesito un favor.

¿Qué le costaría empezar con un hola o un perdona que te moleste?

-Buenas noches -le digo, para ver si lo capta.

-Tengo un problema -me contesta.

No me digas más: te hace falta sal o azúcar o un par de huevos, o el minipimer (no, eso no, que aún no me lo ha devuelto), o el cargador de móvil (eso tampoco, desde que tiene un Nokia ya no le sirve el mío).

-Tú misma, abre la nevera y sírvete -le digo en un tono neutro, como si fuera lo más normal del mundo que tu vecina te tome por su despensa.

-Gracias, no me hace falta comida, lo que necesito es que vengas a mi casa. Mi ex está a punto de venir y quiero que me vea contigo. Te lo resumo en dos frases: me dejó tirada por una zorra que a su vez la ha dejado tirada a ella. ¡Dios, qué mal lo pasé! Bueno, pues ahora creo que está intentando volver conmigo y quiero hacerla sufrir...

Me toma del brazo y me lleva a su apartamento.

-No se te ocurra decirle que eres mi vecina -me alecciona severamente-, sospecharía en el acto que lo nuestro es una engañifa. Nos conocimos... por unas amigas en común...¡No, no... tampoco! las conoce a todas. Ya sé, nos conocimos en un bar: derramaste una bebida y me dejaste perdida.

-No sé si me apetece mucho pasar por una torpe -protesto sin mucha firmeza.

Nos acomodamos en el sofá de su apartamento y esperamos.

-Entonces ¿no quieres volver con ella? -le pregunto

-¡Sí, por supuesto! Pero quiero que lo pase un poco mal. Escucha, si consigues a alguien tan fácilmente no le das valor, y menos si la has abandonado una vez. Tú no sabes de estas cosas, pero las mujeres somos así...

Claro, como soy un geranio todo esto se me escapa.

Se levanta del sofá, y de la alacea, toma una foto enmarcada.

-Voy a esconderla -me dice-, sería raro que tuviera una foto suya a la vista estando contigo.

Pero antes me la muestra. Me pongo en pie también, se la devuelvo y le digo:

-Llámala y dile que no estarás en casa.

Me mira sin comprender nada.

-Tu ex es mi compañera de trabajo, desde hace seis meses, y no tiene ninguna intención de regresar contigo, sólo quiere utilizarte para intentar volver con la otra. Me lo contó el otro día. Lo siento mucho.

Nos quedamos en silencio.

-Déjame sola -me dice desencajada.
-¿Seguro? -le contesto.
-Seguro. No pienso derramar ni una lágrima por esa zorra.

Al cabo de un rato suena el timbre de casa.

-¿No tendrás por casualidad un tranquilizante o algo parecido?

martes, 19 de mayo de 2009

En la exposición

-Este cuadro sintetiza todo el universo del pintor. Su aparente vacuidad exige ir más allá de las obviedades, nos sumerge en un mundo inquietante; espiritual, sí, pero también material ¿No te parece conmovedora esta confrontación?

La mujer se queda mirándome, esperando una respuesta... La verdad es que no he entendido ni jota de lo que acaba de decirme. Como si me hubiera leído el pensamiento dice:

-Perdona que te haya abordado así, parecías tan extasiada mirando el cuadro que he querido impresionarte. Lo cierto es que yo tampoco entiendo ni papa de arte. Te he soltado lo primero que me ha venido a la cabeza, algo que habré leído por ahí, supongo...

-¡Uf, menos mal! -le respondo aliviada-. Por un momento creí que hablabas en serio. Yo sólo he entrado aquí para resguardarme de la tormenta... Pues sí, sí que das el pego con esas frases tan pomposas.

Vuelvo a mirar el cuadro y sin apartar la vista de él le digo:

-Si quieres que te diga la verdad lo encuentro bastante feo. No sé... creo que cualquiera puede pintar algo así, no le veo el mérito... ¿Tú lo colgarías en tu casa? Si no valiera una fortuna seguro que nadie lo haría.

La mujer me observa sin decir nada. Hay algo en su mirada, entre irónica y condescendiente, que me descoloca.

Mi amiga, que ha venido a recogerme, me hace señas desde la entrada para que me reúna con ella fuera.

Me despido de la mujer y al salir tomo, instintivamente, un catálogo de la exposición. Me acomodo en el coche y lo ojeo. En la contraportada veo la foto de ella con una reseña larguísima que dice entre otras cosas: "Marianne Aloha, comisaria de la exposición... experta en arte contemporáneo... reconocida mundialmente por sus ensayos sobre los movimientos abstraccionismo, dadaísmo, informalismo..." y no sé cuántos ismos más.

viernes, 15 de mayo de 2009

La lengua de signos

-A mi amiga le encantaría conocerte -me dice la chica.
-¿Y no puede venir ella solita o se le ha comido la lengua el gato? -le contesto.
-Es que es sorda y teme que no la entiendas bien con este jolgorio.

Tierra trágame, pienso.

-Pero no hay problema, lee muy bien los labios; yo te traduzco sus señas -continúa diciendo.

Nos acercamos. Me parece una chica interesante y bastante guapa.

-Me llamo Alma, encantada de conocerte -me presento yo.

Por señas le dice algo a su amiga. Ambas se ríen.

-Elisabeth dice que también está encantada de conocerte y que tienes unos molares preciosos.

Se miran y se ríen otra vez.

-Perdona por esta pequeña broma -se disculpa-. De verdad, Elisabeth lee muy bien los labios; no hace falta que vocalices tanto.

Por Dios, que me sepulten además bajo treinta toneladas de hormigón armado.

Empezamos una conversación trivial, aunque la situación es rara para mí.
Alguien saluda a mi traductora y se apartan. Elisabeth y yo nos quedamos solas, mirándonos. No sé qué decirle ni cómo empezar... Lo primero que me viene a la cabeza es un “oye”. Menos mal que me doy cuenta. ¡Seré torpe! Si estuviera ciega seguro que me vendría un “mira” o si fuera en silla de ruedas un “anda”.

Me hace señas para que me acerque y empieza a hablarme al oído. Logro entenderla bastante bien. Mi traductora se da cuenta de que nos apañamos bien solas. Elisabeth y yo nos pasamos la noche hablando.

Creo que se me dará bien la lengua de signos.

viernes, 24 de abril de 2009

La camarera

- Hoy invita la casa -me dice sonriendo la camarera
- Creía que tu jefe era un agarrado de cuidado -le contesto sorprendida
- En realidad invito yo. Es mi último día aquí.
- ¿Eso es motivo de alegría o....?
- De alegría, lo dejo. Me ha tocado la lotería -me dice exultante.
- Enhorabuena. Nunca antes había conocido a nadie que le hubiera tocado. Empezaba a creer que esto de la lotería era una leyenda urbana ¿Qué piensas hacer?

La camarera se pone nerviosa, como si no encontrara las palabras. Pasa un paño por la barra para ganar tiempo y me dice finalmente:

- Estoy un poco agobiada, me ha tocado tanto dinero que... Bueno, una cosa sí tengo clara: voy a viajar y a compartir lo que he ganado con la mujer de mis sueños... ¿te apetecería viajar por todo el mundo durante un año... conmigo?

Me quedo atónita mirándola. Claro, es una broma pienso; aunque un poco rara.

- Muy divertida... tu broma -le digo.

Pero enseguida me doy cuenta de que está hablando en serio. La verdad es que no sé qué responderle.

-¡Pero si no me conoces de nada! Apenas hemos hablado. Hasta me ha extrañado que me contaras lo de la lotería....¿Sólo por que te pido amablemente el café y el cruasán? -le acabo soltando irritada, buscando una explicación.
-Por Dios, no es eso... trabajando detrás de una barra llegas a conocer a la gente sin mediar muchas palabras... -se excusa ella sonrojada.

Nos quedamos en silencio. La camarera se percata enseguida de que ha empezado de la peor manera posible y lo intenta arreglar:

-Ha sido una tontería mencionarte lo del viaje. Yo sólo quería invitarte a salir, para ir a cenar o ...

-Dices que me conoces -la interrumpo-. Pues me ofende la opinión que te has hecho de mí. Sólo te has atrevido a invitarme después de decirme que tienes mucho dinero. Eso no me deja en buen lugar. ¿Crees que antes te habría rechazado y ahora aceptaría por tu pasta?

La camarera vuelve a sonrojarse. Cierra los ojos y me dice apesadumbrada:

-No, no es eso, de verdad... Es que mi nueva situación me ha dado agallas. ¿Por favor, puedes olvidar lo de la lotería y lo del estúpido viaje? Sólo soy una torpe camarera que está muy pillada por una clienta a la que quiere invitar a cenar esta noche.

Nos volvemos a quedar en silencio. Al fin le digo:

-El café se ha enfriado. ¿Me sirves otro, por favor?