miércoles, 11 de noviembre de 2009

La multa

La agente me mira incrédula ante mi mutismo. Mírame como te dé la gana; no pienso rechistar, ni implorar y menos explicar las razones de mi absurda infracción, y no lo hago por dos razones: primero, por sus ojos de color de miel y segundo, porque me tomaría por una chiflada. Cuando enfilé la calle tan estrecha y semipeatonal, en la que no se puede circular a más de veinte kilómetros por hora, esa mujer, arrastrando su carrito de la compra, me retó desde la acera. Vale, lo admito... fue un pique estúpido e infantil, pero ella, en su desafío, casi se lleva por delante a una anciana, y estuvo un tris de hacer volcar ese cochecito con su bebé dentro, eso sin contar con que, para ir más rápido se deshizo de un melón, allí, en medio, sin reparar en el daño que podía causar.

La agente arranca la multa y me la entrega. Miro el dorso con la esperanza de que haya anotado su teléfono. Eso solo pasa en las películas; en las malas películas, me digo resignada. Enciendo el motor y antes de arrancar el coche la agente levanta la mano para que no avance. Se agacha para recoger algo, y, al erguirse, veo que tiene un melón entre las manos. Se lo mira extrañada y me da paso.

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