La puerta del despacho se abrió y entró una mujer de mediana edad; era su secretaria. En un gesto instintivo la directora sacó los pies de la mesa y recobró su compostura habitual. La secretaria no pareció muy sorprendida.
–Señora Berg, aquí tiene el teléfono de la central de taxis que me ha pedido. Suelen tardar unos 20 minutos hasta llegar aquí –le alargó un papel con el número.
–Sí, gracias.
–Buenas vacaciones, señora Berg. No olvide conectar la alarma de las oficinas; aquí no queda nadie y en la fábrica tampoco. El encargado ya ha puesto la alarma de las naves, lo digo por si tiene que bajar allí...
–Gracias, lo tendré en cuenta, buenas vacaciones... esto... por cierto, ¿adónde va?
La secretaria, que iba a girarse para irse, se quedó clavada sin apenas poder disimular su sorpresa. La misma directora también se extrañó de su propia pregunta, saltándose su máxima de no interesarse por la vida personal de sus empleados para despedirlos más fácilmente llegado el caso.
–A la playa con mi marido y los niños, en casa de mis suegros... Tienen una chalet precioso en la costa... ¿sabe? a los niños les encanta aquello...
La directora se estaba arrepintiendo de haber dado pie a una aburrida conversación sobre hijos, maridos, suegros.... La secretaria, como si hubiera adivinado lo que estaba pensando cortó en seco:
–Bueno, ya sabe, en familia. No la entretengo más. Buenas vacaciones.
–Buenas vacaciones.
Al cabo de unos minutos oyó el coche de la secretaria ponerse en marcha y alejarse.
Se sentía la dueña del mundo; este año la filial que ella dirigía desde hacía tres había logrado los índices de productividad y crecimiento más altos de todas las sucursales europeas. Para conseguirlo había aplicado medidas muy drásticas. Mientras pensaba en ello echó una ojeada, sin ningún pesar, al expediente de los cinco últimos empleados que hoy mismo acabada de despedir.
Miró a través del gran ventanal de su despacho. Era un típico día de verano, brillante y caluroso; el último día de trabajo antes de las vacaciones. Esa misma tarde, embarcaría en su velero y se perdería por el Mediterráneo durante, al menos, dos semanas.
Se levantó, se sacó la americana, la colgó en el respaldo de su silla y se dirigió hacia el baño. Se miró en el espejo y se atusó el pelo. Después entró en el lavabo, cerró la puerta y echó el cerrojo de forma mecánica e innecesaria pues estaba sola. El clic sonó raro pero no le dio importancia.
Cuando intentó abrir la puerta para salir, el cerrojo no cedió y se quedó clavado. Lo volvió a probar, pero al ser metálico y sobresalir muy poco resbalaba entre sus dedos una y otra vez. Entonces cogió la manilla con ambas manos para intentar desgajarla y partirla, pero no lo consiguió; parecía irrompible. Luego lo probó con el pie, pateándola, pero fue inútil; la cerradura no cedía. Intentó entonces tumbar la puerta, pero casi no tenía espacio para coger impulso. La puerta, además de estar revestida con una plancha muy dura, se abría justo hacia adentro lo que hacía imposible su derribo.
Se palpó los bolsillos del pantalón y comprobó con desolación que no tenía nada. El teléfono móvil lo había dejado en su despacho. Miró las paredes y el techo; no había ni una salida, sólo un pequeño extractor cuyo conducto de aire no debía tener más de diez centímetros de diámetro.
Si gritaba nadie la iba a oír; estaba atrapada dentro de una nave de diez mil metros cuadrados cerrada a cal y canto en medio de un polígono industrial, a las afueras de la ciudad, que en agosto prácticamente se vaciaba. El personal de limpieza ya no volvería hasta después de vacaciones. No había servicio de seguridad con inspecciones en el interior de la empresa; en su afán por recortar gastos lo había cambiado por un único sistema de alarmas. Sólo acudirían si saltaba alguna y desde allí le era imposible hacerlo. Si al menos hubiera venido en su coche, alguien podría extrañarse de verlo aparcado día y noche en el mismo sitio, pero hoy precisamente, había decidido tomar un taxi para ir directamente al embarcadero.
Se sentó encima de la tapa del lavabo y pensó: «nadie me echará en falta en las próximas dos semanas porque en teoría estoy navegando... Después mis padres, mi hermana y mi cuñado sí... aunque es posible que no... A veces me paso más de un mes sin hablar con ellos».
Se reclinó hacia delante, tapándose la cara con las manos, muerta de miedo y de angustia y empezó a sollozar. «Un mes, un mes... ¡Dios mío!».
Y maldijo el haber ido destejiendo sus lazos familiares a la par que lograba sus éxitos profesionales, eso por no hablar de sus amigas, no se le ocurría a nadie que pudiera echarla en falta con la urgencia que necesitaba.
Intentó calmarse. «Bueno, vamos a ser optimistas. Tengo agua... los que hacen huelga de hambre creo que aguantan más de un mes; teniendo agua puedo resistir todo el agosto aquí si nadie me echa en falta antes... Qué vergüenza, Dios mío, si me rescatan mis propios empleados medio muerta».
Volvió a llorar pensando en su estupidez y mala suerte. De pronto, oyó unos pasos.
–¡Aquí, aquí! Me he quedado encerrada en el lavabo. ¡Por favor, aquí!
Pegó la oreja a la puerta pero no volvió a escucharlos. Era como si se hubieran detenido, aunque tal vez se los había imaginado... Su propia respiración, angustiada y nerviosa, le entorpecía la escucha, así que intentó calmarse. Al cabo de unos segundos los volvió a oír con nitidez.
–¡No se vaya por favor, no se vaya....! ¡No voy a denunciarlo! –gritó con todas sus fuerzas, pensando que podría tratarse de un ladrón. –Sólo quiero que me abra la puerta... le daré mis números secretos de las tarjetas... no se vaya por Dios... ¡No voy a denunciarlo!¡Solo quiero que me ayude a salir de aquí!
–¡Eh, eh! Tranquila soy de la empresa. Ahora voy –le respondió una mujer.
–Estoy encerrada en el lavabo, no puedo abrir la puerta.
No podía creerlo, hacía unos instantes ya se había resignado a pasarse todo el mes encerrada en este agujero, y ahora, esta absurda pesadilla iba a terminar.
La mujer intentó abrir la puerta pero el mecanismo de la cerradura se había atascado.
–No puedo abrirla. Calma, tendré que llamar a un cerrajero.
–Sí, vaya, vaya rápido... Menos mal que estaba aquí, creí que todo el mundo se había marchado. Menudo susto -le dijo la directora aliviada.
–Un momento... ¿por qué tendría que hacerle este favor?
«¡Será estúpida! ¿Cómo se atreve a hablarme así?» pensó enfurecida.
–¿Qué dice...? Oiga, soy la directora... Haga el favor de llamar al cerrajero; –pero al momento se arrepintió del tono que había empleado.
–No sabe quién soy ¿verdad? –le dijo la mujer.
Cómo iba a saberlo, la fábrica tenía más de mil trabajadores; no podía conocerlos a todos y menos por la voz.
–Fuentes, soy Begoña Fuentes –le dijo para que hiciese memoria.
«Fuentes, Fuentes... ni idea, pero a esta desgraciada la despido en cuanto ponga un pie fuera de este agujero».
–Fuentes, la de mantenimiento –puntualizó la mujer.
–¡Ah! Sí, Fuentes... claro, perdone... es que estoy un poco nerviosa. Llame primero al cerrajero y luego seguimos hablando...
–¡Qué hija de puta! Aún no sabe quién soy.
–Oiga, no puedo conocer a las mil personas que trabajan aquí.
–Tal vez a mí sí, me ha despedido esta mañana.
El estómago le dio un vuelco, el corazón le empezó a latir con tal velocidad y fuerza que creyó que la presión sanguínea le iba a hacer estallar la cabeza.
–Comprendo su enfado... pero a mí me obligan mis jefes de Europa. Pero en cuanto salga lo arreglamos... la voy a readmitir, ¡se lo juro! Por favor... no puede dejarme aquí un mes, ¡puedo morirme de hambre!...
–No me cuente sus problemas personales... ¿Se acuerda de esta frase? Me la dijo cuando le expliqué que tenía dos hijos adolescentes, y que con cuarenta y ocho años me sería imposible encontrar otro empleo.
Al momento comprendió que con buenas palabras no le iba a abrir la puerta y en su desesperación, golpeando y pateando la puerta, le gritó con toda su furia:
–¡Abre la puerta desgraciada! Si no lo haces, cuando salga te denunciaré por robo. No deberías estar aquí. Has venido a robar. No pararé hasta que vayas a la cárcel. ¿Me oyes? ¡Te voy a machacar, te voy a hundir, ladrona! ¡Esto no va quedar así!
La mujer esperó a que terminara y le dijo tranquilamente:
–He venido porque olvidé devolver mi juego de llaves de la empresa. Las tenía como encargada de mantenimiento, pero ¿sabe? voy a hacer mi último servicio aquí. Entre otras cosas, me ocupaba de cerrar los suministros de la fábrica en vacaciones, así que voy a cerrar el paso del gas y... del agua. Que disfrute de sus vacaciones, señora directora.
3 comentarios:
vas a cambiar de estilo? vaya relato te quedas pegada al ordenador y al final uffff
No, no creo que cambie.
Espero que te haya gustado
Saludos
Que pasada y que putada...MUY BUENO
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