martes, 23 de junio de 2009

Cerrado por vacaciones del 1 al 31 de agosto

La puerta del despacho se abrió y apareció una mujer de mediana edad; era su secretaria. En un gesto instintivo la directora sacó los pies de la mesa y recobró su compostura habitual. La mujer no pareció muy extrañada de lo que había visto, de hecho, parecía una de esas personas que están de vuelta de todo.

–Señora directora, aquí tiene el teléfono de la central de taxis que me ha pedido. Suelen tardar unos 20 minutos para llegar hasta aquí, –le alargó un papel con el número.

–Sí, gracias.

–Buenas vacaciones, señora directora. No olvide conectar la alarma de la parte de las oficinas. En la fábrica no queda nadie. El encargado ya ha puesto la alarma allí, lo digo por si tiene que bajar a la nave...

–Sí, gracias, lo tendré en cuenta, buenas vacaciones... esto... por cierto, ¿adónde va?

La secretaria, que iba a girarse para irse, se quedó clavada sin apenas poder disimular su sorpresa. La misma directora también se extrañó de su propia pregunta, saltándose su máxima de no interesarse por la vida personal de sus empleados para despedirlos más fácilmente llegado el caso.

–A la playa con mi marido y los niños, en casa de mis suegros... Tienen una chalet precioso en la costa... ¿sabe? a los niños les encanta aquello...

La directora se estaba arrepintiendo de haber dado pie a una aburrida conversación sobre hijos, maridos, suegros.... La secretaria, como si hubiera adivinado su pensamiento, cortó en seco.

–Bueno, ya sabe, en familia. No la entretengo más. Buenas vacaciones.

–Buenas vacaciones.

Al cabo de unos minutos oyó el coche de la secretaria ponerse en marcha y alejarse.

Se sentía la dueña del mundo, igual que el protagonista de una película que había visto. Alguien le había dicho que se basaba en un best-seller con el mismo nombre pero no lograba recordar cuál. Qué más daba. Ni era muy cinéfila, ni leer era precisamente su pasión. Ya tenía bastante con los innumerables informes económicos que su cargo le exigía examinar, aunque en la película aquel ejecutivo acababa hundido y arruinado por una auténtica estupidez, y desde luego, ese no sería su caso.

Este año, la filial española que ella dirigía desde hacía tres, había logrado los índices de productividad y crecimiento más altos de todas sucursales europeas. Para conseguirlo había aplicado medidas muy drásticas e impopulares, pero los resultados la avalaban. Mientras pensaba en ello echó una ojeada a los cinco últimos empleados que hoy mismo acabada de despedir. Qué pobres inútiles, pensó.
Miró a través del gran ventanal de su despacho. Era un típico día de verano, brillante y caluroso; el último día de trabajo antes de las vacaciones. Esa misma tarde, embarcaría en su velero y se perdería por el Mediterráneo durante, al menos, dos semanas.

Se levantó, se sacó la americana, la colgó en el respaldo de su silla y se encaminó hacia el baño. Se miró en el espejo y se atusó el pelo. Después entró en el habitáculo del retrete, cerró la puerta y echó el cerrojo de forma mecánica e innecesaria pues estaba sola. El clic sonó raro pero no le dio importancia.

Cuando intentó abrir la puerta para salir, el cerrojo no cedió y se quedó clavado. Lo volvió a probar, pero al ser metálico y sobresalir muy poco resbalaba entre sus dedos una y otra vez. Entonces cogió la manilla con ambas manos para intentar desgajarla y partirla, pero no lo consiguió; parecía irrompible. Luego lo probó con el pie, dando patadas, pero fue inútil; la cerradura no cedía. Intentó entonces tumbar la puerta, pero casi no tenía espacio para coger impulso. La puerta, además de estar revestida con una plancha muy resistente, se abría justo hacia adentro, lo que hacía imposible su derribo.

Se palpó los bolsillos del pantalón y comprobó con desolación que no tenía nada. El teléfono móvil estaba en su americana. Tampoco el mechero; hacía escasamente un mes que había dejado de fumar y ya no lo llevaba encima. Qué bien le hubiera ido porque además era una pequeña navaja tipo suiza, regalo de un colega de la filial en Berna.
Miró las paredes y el techo; no había ni una ventana, sólo un pequeño extractor cuyo conducto de aire no debía tener más de tres centímetros de diámetro.

Si gritaba nadie la iba a oír; estaba en una nave de veinte mil metros cuadrados cerrada a cal y canto durante un mes, en medio de un polígono industrial situado a las afueras de la ciudad, que en agosto prácticamente se vaciaba. El personal de limpieza ya no volvía hasta después de vacaciones. No había servicio de seguridad con inspecciones en el interior de la empresa; en su afán por recortar gastos lo había cambiado por un único sistema de alarmas, sólo acudirían si saltaban y desde allí le era imposible hacerlo. Si al menos hubiera venido en su coche, alguien podría extrañarse de verlo aparcado día y noche en el mismo sitio, pero hoy precisamente, había decidido tomar un taxi para ir directamente al embarcadero.

Se sentó encima de la tapa del retrete y pensó:
–Nadie me echará en falta en las próximas dos semanas porque en teoría estoy navegando... Después mis padres, mi hermana y mi cuñado sí... aunque es posible que no... A veces me paso más de un mes sin hablar con ellos...

Se reclinó hacia delante, tapándose la cara con las manos, muerta de miedo y de angustia y empezó a sollozar.
–Un mes, un mes... ¡Dios mío!

Y maldijo el haber ido destejiendo sus lazos familiares a la par que lograba sus éxitos profesionales, eso por no hablar de sus amigas, no se le ocurría a nadie que pudiera echarla en falta con la urgencia que necesitaba.

–Bueno, vamos a ser optimistas –pensó, intentándose calmar–. Tengo agua... los que hacen huelga de hambre creo que aguantan más de un mes; teniendo agua puedo resistir todo el agosto aquí, si nadie me echa en falta antes... ¡Qué vergüenza, Dios mío, si me rescatan mis empleados!

Volvió a llorar pensando en su estupidez y mala suerte. De pronto, oyó unos pasos.
–¡Aquí, aquí! Me he quedado encerrada en el lavabo. ¡Por favor, aquí!

Pegó la oreja a la puerta pero no volvió a oírlos. Era como si se hubieran detenido, aunque tal vez se los había imaginado... Su propia respiración angustiada y nerviosa le entorpecía la escucha, así que, intentó calmarse. Al cabo de unos segundos los volvió a oír con nitidez.

–¡No se vaya por favor, no se vaya....! ¡No voy a denunciarlo! –gritó con todas sus fuerzas, pensando que podría ser un ladrón–. Sólo quiero que me abra la puerta... le daré mis números secretos de las tarjetas... no se vaya por Dios... ¡Puedo morirme aquí!

–¡Eh, eh! Tranquila soy de la empresa. Ahora voy –le respondió una mujer.

–Estoy encerrada en el lavabo, no puedo abrir la puerta.

No podía creerlo, hacía unos instantes ya se había resignado a pasarse todo el mes encerrada en este agujero como si fuera una rehén metida en un zulo, y ahora, esta absurda pesadilla iba a terminar.

La mujer intentó abrir la puerta pero el mecanismo de la cerradura se había atascado.

–No puedo abrirla. Calma, tendré que llamar a un cerrajero.

–Sí, vaya, vaya rápido... Menos mal que estaba aquí, creí que todo el mundo se había marchado. Menudo susto.

–Un momento... ¿por qué tendría que hacerle este favor?

Será estúpida, pensó. ¿Cómo se atreve a hablarme así?

–¿Qué dice?... Oiga, soy la directora... Haga el favor de llamar al cerrajero, –pero al momento se arrepintió del tono que había empleado.

–No sabe quién soy ¿verdad? –le dijo la mujer.

Cómo iba a saberlo, la fábrica tenía más de cuatrocientos trabajadores; no podía conocerlos a todos y menos por la voz.

–Fuentes, soy Begoña Fuentes.

Fuentes, Fuentes... ni idea, se dijo, pero a esta desgraciada la despido en cuanto ponga el pie fuera de este agujero.

–Fuentes, la de mantenimiento –puntualizó la mujer.

–¡Ah! Sí, Fuentes... claro, perdone... es que estoy un poco nerviosa. LLame primero al cerrajero y luego seguimos hablando...

–¡Qué hija de puta! Aún no sabe quién soy.

–Oiga, no puedo conocer a las cuatrocientas personas que trabajan aquí.

–Tal vez a mí sí, me ha despedido esta mañana.

El estómago le dio un vuelco, el corazón le empezó a latir con tal velocidad y fuerza que creyó que la presión sanguínea le iba a hacer estallar la cabeza.

–Oiga, comprendo su enfado... no es nada personal... ya sabe cómo van estas cosas, a mí me obligan mis jefes de Europa –y en un tono suplicante continuó–. Pero en cuanto salga lo arreglamos... la voy a readmitir, ¡se lo juro! Por favor... no puede dejarme aquí un mes, ¡puedo morirme de hambre!...

–No sé por qué me cuenta sus problemas personales... ¿Se acuerda de esta frase? Me la dijo cuando le expliqué que tenía dos hijos adolescentes, y que con cuarenta y ocho años me sería imposible encontrar otro empleo.

Al instante comprendió que con buenas palabras no le iba a abrir la puerta y en su desesperación, golpeando y pateando la puerta, le soltó con toda su furia:
–¡Abra la puerta desgraciada! Si no lo hace, cuando salga la denunciaré por robo. Usted no debería estar aquí. Ha venido a robar. No pararé hasta que vaya a la cárcel. ¿Me oye? ¡La voy a machacar!

Pero más que gritos aquello era como los alaridos de una bestia al borde del degüello. La mujer esperó a que terminara y le contestó pausadamente.

–He venido porque olvidé devolver mi juego de llaves de la empresa. Las tenía como encargada de mantenimiento, pero ¿sabe? voy a hacer mi último servicio aquí. Entre otras cosas, me ocupaba de cerrar los suministros de la fábrica en vacaciones, así que voy a cerrar el paso del gas y... del agua. Que disfrute de sus vacaciones, señora directora.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

vas a cambiar de estilo? vaya relato te quedas pegada al ordenador y al final uffff

Casandra dijo...

No, no creo que cambie.

Espero que te haya gustado

Saludos

ISABEL dijo...

Que pasada y que putada...MUY BUENO