martes, 30 de junio de 2009

En el concierto

-Señora, aquí tiene su copa de champán.
Le doy las gracias, y, al girar sobre mis talones, casi me doy de bruces con ella.

- Oh, lo siento, -se disculpa ella-. Perdona, ¿verdad que estás en la primera fila del primer palco? Me he fijado que el asiento de al lado está libre... ¿Por casualidad no será de alguien que conoces que no ha podido venir?

Si se piensa que voy a admitir que me han dejado plantada, va lista. Qué descaro; si estuviéramos en otro sitio mi respuesta le quitaría de golpe las ganas de ir preguntando cosas así.

-No tengo ni idea si está libre -le contesto secamente, mintiendo.

-Perfecto. Si está libre o quien haya comprado la entrada no va a aparecer en la segunda parte, lo ocuparé... si no te importa.

Como debe de ver mi cara de vinagre se apresura a darme todo tipo de explicaciones:

-Verás, mi asiento está en platea pero desde allí no veo bien porque tengo delante a un tipo muy alto. Esta gente sólo debería ocupar las localidades de la última fila para no estorbar... En fin, que son un auténtico fastidio cuando se sientan delante de una. El caso es que, además, me tapa justamente la sección de viento y no quiero perder detalle.

La segunda parte del concierto empieza y la mujer, sentada a mi lado, efectivamente, no quita ojo a las flautas, oboes, clarinetes... Seguro que es capaz de percibir todos los matices de la interpretación. ¡Qué envidia ser tan entendida!

De cuando en cuando la miro de reojo y, a pesar de su concentración, se da cuenta, y me devuelve la mirada.

El concierto termina. El público aplaude -aplaudimos- calurosamente. Mi vecina también lo hace con entusiasmo.

El director saluda repetidas veces y cuando le toca a la orquesta, lo veo: la fagotista mira hacia nuestro palco, le guiña el ojo a mi vecina y le envía un beso casi imperceptible. Conque era eso... ¡Entonces yo también soy una gran “entendida”!

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