lunes, 31 de agosto de 2009

La tímida

La mujer abrió la cajita y me dijo que escogiera una, la que quisiera. Tomé la primera que pillé, sin reparar en su belleza. Era una piedra de aspecto vulgar, sin ninguna forma especial, grisácea y rugosa, no muy grande. Podía cerrar mi mano sin que se notara que la tenía agarrada. “Esta piedra te dará energía positiva y destruirá la negativa que acumules. Con ella tendrás el valor para enfrentarte a todo, sin miedo. La tienes que tomar en tu mano, con fuerza. Verás qué bien te funciona”. Yo la miraba con escepticismo. Mi amiga me había insistido en que esa mujer tenía poderes especiales, que curaba enfermedades, incluidas las del alma, por eso accedí a visitarla, pero aquello me pareció absurdo y embarazoso, y, como quería devolvérsela, le dije a modo de excusa: “Seguro que en dos días la pierdo, soy muy despistada y acabo perdiéndolo todo. Gracias, pero me sabe mal desperdiciar esta, esta... esta piedrecita”. La mujer tomó mi mano con delicadeza, me la cerró suavemente con la piedra dentro, sonrió y me dijo en voz baja, como si fuera a revelarme un gran secreto: “Si algún día no la encuentras, tranquila, no la habrás perdido tú, es que la piedra tendrá cosas muy importantes que hacer. Quédatela”.

Dejé olvidada la piedra en un cajón durante meses; hasta que un día decidí, sin mucha convicción al principio, utilizarla como último y desesperado recurso contra mi madre: una déspota que además siempre me ninguneaba en favor del cretino de mi hermano. Jamás me había enfrentado a ella, así que, cuando me encaré, con la piedra bien agarrada a mi mano, mi madre se quedó tan desconcertada que me dejó en paz una buena temporada. Con mi hermano también me atreví a usarla, y me fue muy bien. Entonces me convencí de que funcionaba y decidí emplearla siempre.
Cuando me acechaba algún peligro, sacaba la piedra del bolso, me aferraba a ella y me enfrentaba a lo que fuera. Lo que antes era resignación y silencio, ahora eran palabras claras, contundentes a veces, que transmitían sin tapujos lo que pensaba o lo que deseaba.
Me encaré con los colegas del trabajo que se metían conmigo por mi timidez y apocamiento. Ya no callaba si alguien intentaba colarse en la panadería o en el cine, o si el camarero atendía antes a un cliente que había llegado después que yo. Que el taxista tenía la radio o la calefacción demasiado altas, le pedía que lo remediara, o si empezaba a agobiarme con una tediosa cháchara, le hacía ver claramente que no tenía ganas de hablar. Si en la tienda la dependienta se empeñaba en que me probase tal o cual prenda que a mí no me gustaba, no sólo me negaba, sino que le dejaba bien claro que odiaba que me persiguieran mientras ojeaba la ropa. Reclamaba en el restaurante si me servían la comida fría, o si el servicio estaba tardando más de lo debido.

Al cabo de un tiempo sentí la necesidad de compartir la fuerza que me daba la piedra ayudando a otros. Fue como una obligación: era lo justo. Los retraídos y tímidos como yo afrontan cada día situaciones embarazosas con los desenvueltos y atrevidos; personas que se saben más fuertes y que no dudan en aprovecharse. Y así, acabé reprendiendo no sólo a quien se colaba delante de mí, sino a quien lo hacía por atrás, aunque eso no afectara a mi turno. En el trabajo, no sólo me encaraba con los que intentaban fastidiarme a mí, sino a los que hacían la vida imposible a otros tímidos.
Siempre me pasaba lo mismo, en cuanto detectaba la expresión de resignación de un tímido ante la desfachatez del osado, sentía la imperiosa necesidad de agarrar la piedra y remediar la situación.

Y mientras libraba esa cruzada, me propuse cambiar de trabajo. Lo que antes me suponia un imposible: realizar las temibles entrevistas, ahora ya no las veía como un muro infranqueable. Decidí entonces, participar en un proceso de selección largo y complicado.
Pasé muy bien las dos primeras entrevistas, siempre aferrada a mi piedra, como si fuera un apéndice más de mi mano. Mostré una buena preparación técnica, pero sobre todo demostré la seguridad y el aplomo suficientes para ir a la terna final. En la última entrevista tenía que vérmelas a la vez con la directora de la compañía, con el responsable de personal y con el responsable de finanzas.

La sesión duró más de dos horas. Cuando acabé, estaba tan entusiasmada de lo bien que me había ido, tan segura de que sería la escogida que al despedirme no me acordé de que tenía la piedra, así que, al extender mi mano para estrechar la de la directora, dejé caer la piedra de la manera más torpe. El impacto sonó como si alguien hubiese disparado un perdigón. El silencio que reinaba en la oficina se rompió abruptamente. Todos se quedaron clavados mirando aquel pequeño objeto que rodaba y rodaba como si tuviera vida propia, alejándose cada vez más del corrillo que formaba yo con los tres entrevistadores. La piedra, a pesar de su irregularidad y aspereza, no paró hasta desaparecer bajo un armario, unos metros más allá.
Miré de reojo la expresión de mis tres inquisidores y creí adivinar lo que pensaban: que habían estado a punto de ofrecer un puesto de responsabilidad a alguien que para infundirse confianza se aferraba a un pedrusco, a un talismán, cual náufrago aferrado a un pedazo de madera.
Al principio me sentí avergonzada, como si me hubieran pillado in fraganti haciendo trampas en una partida de cartas, pero al momento experimenté un extraño alivio. Acabada de darme cuenta de que cada vez me exigía más, de que tener la piedra empezaba a suponerme una pesada carga porque ya no tenía ninguna excusa para no afrontar cualquier situación.

Alguien que estaba cerca del armario que ocultaba la piedra hizo el gesto de agacharse, pero le dije rápidamente: “Gracias, no hace falta que la recoja”. Me volví hacia los tres entrevistadores, que permanecían allí, de pie, sin saber qué decir, intentando con una sonrisa forzada, disimular su perplejidad. Les devolví la sonrisa, una sonrisa franca y tranquila. Señalé donde se había escondido la piedra y les dije con falsa resignación: “Bueno... seguramente la piedra tiene cosas muy importantes que hacer”. Y sin abandonar mi rictus, entre divertido y aliviado, me despedí de ellos, sabiendo que jamás me contratarían allí.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿que hace qe tus relatos enganchen?
Dos líneas o cincuenta siempre hacen que se despierte algo....como mínimo ls curiosidad.
Te desenvuelves bien en los relatos menos cortos...los alagos son fáciles y no comprometen, pero soy lectora, no crítica.
Sigue, por favor

Anónimo dijo...

Yo tampoco soy critica solo leo, nunca comento nada de lo que leo, sea bueno o malo... en tu caso te digo lo mismo que quien me ha precedido... sigue, por favor

Casandra dijo...

Gracias, de verdad, por los comentarios. Lo mío es un problema de tiempo o que no me sé organizar (más bien lo segundo que lo primero). Cada relato me lleva lo suyo (cómo envidio a l@s que pueden redactar en un plis plas). De momento las ideas no faltan (a veces aparecen sólo con aguzar un poco la vista o el oído)